AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 24 de enero de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

Mañana concluye la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que este año tiene por tema las palabras del evangelio de san Marcos: "Hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 37). También nosotros podríamos repetir estas palabras, que expresan la admiración de la gente ante la curación de un sordomudo realizada por Jesús, al ver el maravilloso florecimiento del compromiso por el restablecimiento de la unidad de los cristianos. Al repasar el camino de los últimos cuarenta años, sorprende cómo el Señor nos ha despertado del sopor de la autosuficiencia y de la indiferencia; cómo nos hace cada vez más capaces de "escucharnos" y no sólo de "oírnos"; cómo nos ha soltado la lengua, de manera que la oración que elevamos a él tenga más fuerza de convicción para el mundo.

Sí, es verdad, el Señor nos ha concedido abundantes gracias y la luz de su Espíritu ha iluminado a muchos testigos. Estos han demostrado que todo se puede alcanzar orando, cuando sabemos obedecer con confianza y humildad al mandamiento divino del amor y adherirnos al anhelo de Cristo por la unidad de todos sus discípulos.

"La preocupación por el restablecimiento de la unión –afirma el concilio Vaticano II– atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores; y afecta a cada uno según su propia capacidad, tanto en la vida cristiana diaria como en las investigaciones teológicas e históricas" (Unitatis redintegratio, 5). El primer deber común es el de la oración. Orando, y orando juntos, los cristianos toman mayor conciencia de su condición de hermanos, aunque todavía estén divididos; y orando aprendemos mejor a escuchar al Señor, pues sólo escuchando al Señor y siguiendo su voz podemos encontrar el camino de la unidad.

Ciertamente, el ecumenismo es un proceso lento, a veces, incluso tal vez desalentador cuando se cede a la tentación de "oír" y no de "escuchar", de decir medias verdades, en vez de proclamarlas con valentía. No es fácil salir de una "sordera cómoda", como si el Evangelio inalterado no tuviera la capacidad de volver a florecer, reafirmándose como levadura providencial de conversión y de renovación espiritual para cada uno de nosotros.

El ecumenismo, como decía, es un proceso lento, es un camino lento y de subida, como todo camino de arrepentimiento. Sin embargo, es un camino que, después de las dificultades iniciales y precisamente en ellas, presenta también grandes espacios de alegría, pausas refrescantes, y permite de vez en cuando respirar a pleno pulmón el aire purísimo de la comunión plena.

La experiencia de estas últimas décadas, después del concilio Vaticano II, demuestra que la búsqueda de la unidad entre los cristianos se lleva a cabo en diferentes niveles y en innumerables circunstancias: en las parroquias, en los hospitales, en los contactos entre la gente, en la colaboración entre las comunidades locales en todas las partes del mundo, y especialmente en las regiones donde realizar un gesto de buena voluntad en favor de un hermano exige un gran esfuerzo y también una purificación de la memoria.

En este contexto de esperanza, salpicado de pasos concretos hacia la comunión plena de los cristianos, se sitúan también los encuentros y los acontecimientos que marcan constantemente mi ministerio, el ministerio del Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia universal. Quisiera ahora recordar los acontecimientos más significativos que han tenido lugar en el año 2006, y que han sido motivo de alegría y de gratitud hacia el Señor.

El año comenzó con la visita oficial de la Alianza mundial de las Iglesias reformadas. La comisión internacional católico-reformada presentó a la consideración de las respectivas autoridades un documento que concluye un proceso de diálogo iniciado en 1970 y que, por tanto, ha durado 36 años. Este documento lleva por título: "La Iglesia como comunidad de testimonio común del reino de Dios".

El 25 de enero de 2006 –es decir, hace un año–, en la solemne conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos participaron, en la basílica de San Pablo extramuros, los delegados de Europa para el ecumenismo, convocados conjuntamente por el Consejo de las Conferencias episcopales de Europa y por la Conferencia de las Iglesias europeas para la primera etapa de acercamiento a la III Asamblea ecuménica europea, que se celebrará en tierra ortodoxa, en Sibiu, en septiembre de este año 2007.

Con ocasión de las audiencias de los miércoles he recibido a las delegaciones de la Alianza bautista mundial y de la Iglesia luterana evangélica de Estados Unidos, que sigue fiel a sus visitas periódicas a Roma. Además, me encontré con los jerarcas de la Iglesia ortodoxa de Georgia, cuyo desarrollo sigo con afecto, continuando el vínculo de amistad que unía a Su Santidad Ilia II con mi venerado predecesor el siervo de Dios Papa Juan Pablo II.

Prosiguiendo este repaso de los encuentros ecuménicos del año pasado, quiero recordar la cumbre de jefes religiosos, celebrada en Moscú en julio de 2006. El patriarca de Moscú y de todas las Rusias, Alexis II, solicitó con un mensaje especial la adhesión de la Santa Sede. Después fue útil la visita del metropolita Kirill del patriarcado de Moscú, que manifestó la intención de llegar a una normalización más explícita de nuestras relaciones bilaterales. Asimismo, fue grata la visita de los sacerdotes y de los alumnos del Colegio de la Diakonía Apostólica del Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa de Grecia.

Quiero recordar también que en su asamblea general, en Porto Alegre, el Consejo mundial de Iglesias dedicó amplio espacio a la participación católica. En esa ocasión envié un mensaje particular.

Asimismo, envié un mensaje a la reunión general de la Conferencia mundial metodista en Seúl. Y me complace recordar también la cordial visita de los secretarios de las Comunidades cristianas mundiales, organización de información recíproca y contacto entre las diversas Confesiones.

Continuando con el repaso de los acontecimientos del año 2006, llegamos a la visita oficial del arzobispo de Canterbury y primado de la Comunión Anglicana del mes de noviembre. En la capilla Redemptoris Mater del palacio apostólico compartí con él y con su séquito un significativo momento de oración.

Por lo que se refiere al inolvidable viaje apostólico a Turquía y al encuentro con Su Santidad Bartolomé I, me complace recordar los numerosos gestos, que fueron más elocuentes que las palabras. Aprovecho la oportunidad para saludar una vez más a Su Santidad Bartolomé I y para darle las gracias por la carta que me escribió a mi regreso a Roma; le aseguro mi oración y mi compromiso de actuar para que se saquen las consecuencias del abrazo de paz que nos dimos durante la Divina Liturgia en la iglesia de San Jorge en el Fanar.

El año concluyó con la visita oficial a Roma del arzobispo de Atenas y de toda Grecia, Su Beatitud Cristódulos, con quien nos intercambiamos dones que comprometen: los iconos de la Panaghia, la Toda Santa, y de san Pedro y san Pablo abrazados.

Estos momentos de elevado valor espiritual son realmente momentos de alegría, momentos para respirar en esta lenta subida hacia la unidad, de la que he hablado. Estos momentos iluminan el compromiso –a menudo silencioso, pero intenso– que nos une en la búsqueda de la unidad. Nos alientan a hacer todos los esfuerzos posibles para proseguir esta subida lenta, pero importante.

Nos encomendamos a la constante intercesión de la Madre de Dios y de nuestros santos protectores, para que nos sostengan y nos ayuden a no desistir de los buenos propósitos; para que nos impulsen a intensificar nuestros esfuerzos, orando y trabajando con confianza, con la certeza de que el Espíritu Santo hará el resto. Nos dará la unidad completa como quiera y cuando quiera. Y, fortalecidos por esta confianza, sigamos adelante por el camino de la fe, de la esperanza y de la caridad. El Señor nos guía.