AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI, Miércoles 10 de noviembre de 2010
Viaje Apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero recordar con vosotros el viaje apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona que tuve el gozo de realizar el sábado y domingo pasados. Fui allí para confirmar en la fe a mis hermanos (cf. Lc 22, 32); lo hice como testigo de Cristo resucitado, como sembrador de la esperanza que no defrauda y no engaña, porque tiene su origen en el amor infinito de Dios a todos los hombres.
La primera etapa fue Santiago. Desde la ceremonia de bienvenida pude experimentar el afecto que las gentes de España albergan hacia el Sucesor de Pedro. Fui acogido verdaderamente con gran entusiasmo y fervor. En este Año Santo Compostelano quise hacerme peregrino junto a quienes, en gran número, han acudido a ese célebre santuario. Pude visitar la "Casa del Apóstol Santiago el Mayor", el cual sigue repitiendo, a quien llega allí necesitado de gracia, que, en Cristo, Dios vino al mundo para reconciliarlo consigo, sin imputar a los hombres sus culpas.
En la imponente catedral de Compostela, al dar con emoción el tradicional abrazo al Santo, pensaba en que ese gesto de acogida y amistad es también un modo de expresar la adhesión a su palabra y la participación en su misión. Un signo fuerte de la voluntad de conformarse al mensaje apostólico, el cual, por un lado, nos compromete a ser fieles custodios de la buena nueva que los Apóstoles transmitieron, sin ceder a la tentación de alterarla, disminuirla o someterla a otros intereses, y, por otro, nos transforma a cada uno de nosotros en anunciadores incansables de la fe en Cristo, con la palabra y el testimonio de la vida en todos los campos de la sociedad.
Al ver el número de peregrinos presentes en la solemne santa misa que tuve la gran alegría de presidir en Santiago, meditaba sobre el hecho de que lo que impulsa a tanta gente a dejar las ocupaciones cotidianas y emprender el camino penitencial hacia Compostela, un camino a veces largo y fatigoso, es el deseo de alcanzar la luz de Cristo, a la que anhelan en el fondo de su corazón, aunque a menudo no lo saben expresar bien con palabras. En los momentos de desconcierto, de búsqueda, de dificultad, así como en la aspiración a fortalecer la fe y a vivir de modo más coherente, los que peregrinan a Compostela emprenden un profundo itinerario de conversión a Cristo, que asumió en sí mismo la debilidad, el pecado de la humanidad, las miserias del mundo, llevándolas a donde el mal ya no tiene poder, a donde la luz del bien lo ilumina todo. Se trata de un pueblo de caminantes silenciosos, provenientes de todas las partes del mundo, que redescubren la antigua tradición medieval y cristiana de la peregrinación, atravesando pueblos y ciudades impregnadas de catolicismo.
En esa solemne Eucaristía, vivida por los numerosísimos fieles presentes con intensa participación y devoción, pedí con fervor que quienes peregrinan a Santiago reciban el don de convertirse en verdaderos testigos de Cristo, que han redescubierto en las encrucijadas de los sugestivos caminos hacia Compostela. Recé también para que los peregrinos, siguiendo las huellas de numerosos santos que a lo largo de los siglos han recorrido el "Camino de Santiago", sigan manteniendo vivo el genuino significado religioso, espiritual y penitencial, sin ceder a la banalidad, a la distracción, a las modas. Ese camino, entramado de sendas que surcan vastas tierras formando una red a través de la Península Ibérica y Europa, ha sido y sigue siendo un lugar de encuentro de hombres y mujeres de las más distintas proveniencias, unidos por la búsqueda de la fe y de la verdad sobre sí mismos, y suscita experiencias profundas de compartir, de fraternidad y de solidaridad.
Precisamente la fe en Cristo es lo que da sentido a Compostela, un lugar espiritualmente extraordinario, que sigue siendo punto de referencia para la Europa de hoy en sus nuevas configuraciones y perspectivas. Conservar y reforzar la apertura a lo trascendente, así como un diálogo fecundo entre fe y razón, entre política y religión, entre economía y ética, permitirá construir una Europa que, fiel a sus imprescindibles raíces cristianas, responda plenamente a su vocación y misión en el mundo. Por eso, seguro de las inmensas posibilidades del continente europeo y confiando en su futuro de esperanza, invité a Europa a abrirse cada vez más a Dios, favoreciendo así las perspectivas de un auténtico encuentro, respetuoso y solidario, con las poblaciones y las civilizaciones de los demás continentes.
Después, el domingo, tuve la alegría verdaderamente grande de presidir, en Barcelona, la dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia, que declaré basílica menor. Al contemplar la grandiosidad y la belleza de ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo alto, hacia Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales del Medievo, que han marcado profundamente la historia y la fisonomía de las principales ciudades de Europa. Esa obra espléndida –riquísima en simbología religiosa, preciosa en la trama de las formas, fascinante en el juego de las luces y de los colores– casi una inmensa escultura de piedra, fruto de la fe profunda, de la sensibilidad espiritual y del talento artístico de Antoni Gaudí, remite al verdadero santuario, el lugar del culto real, el cielo, adonde Cristo entró para presentarse ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 24). El genial arquitecto, en ese magnífico templo, ha sabido representar de modo admirable el misterio de la Iglesia, a la cual los fieles son incorporados con el Bautismo como piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual (cf. 1P 2, 5).
Gaudí concibió y proyectó la iglesia de la Sagrada Familia como una gran catequesis sobre Jesucristo, como un canto de alabanza al Creador. En ese edificio tan imponente puso su genialidad al servicio de la belleza. De hecho, la extraordinaria capacidad expresiva y simbólica de las formas y de los motivos artísticos, así como las innovadoras técnicas arquitectónicas y escultóricas, evocan la Fuente suprema de toda belleza. El famoso arquitecto consideró este trabajo como una misión en la cual estaba implicada toda su persona. Desde el momento en que aceptó el encargo de la construcción de esa iglesia, su vida quedó marcada por un cambio profundo. Emprendió así una intensa práctica de oración, ayuno y pobreza, al sentir la necesidad de prepararse espiritualmente para lograr expresar en la realidad material el misterio insondable de Dios. Se puede decir que, mientras Gaudí trabajaba en la construcción del templo, Dios construía en él el edificio espiritual (cf. Ef 2, 22), fortaleciéndolo en la fe y acercándolo cada vez más a la intimidad con Cristo. Inspirándose continuamente en la naturaleza, obra del Creador, y dedicándose con pasión a conocer la Sagrada Escritura y la liturgia, supo realizar en el corazón de la ciudad un edificio digno de Dios y, por eso mismo, digno del hombre.
En Barcelona visité también la Obra del "Nen Déu", una iniciativa ultracentenaria, muy vinculada a esa archidiócesis, donde cuidan, con profesionalidad y amor, a niños y jóvenes discapacitados. Sus vidas son preciosas a los ojos de Dios y nos invitan constantemente a salir de nuestro egoísmo. En esa casa fui partícipe de la alegría y de la caridad profunda e incondicional de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, del generoso trabajo de médicos, educadores y muchos otros profesionales y voluntarios, que colaboran con dedicación encomiable en esa institución. También bendije la primera piedra de una nueva residencia que formará parte de esta Obra, donde todo habla de caridad, de respeto de la persona y de su dignidad, de alegría profunda, porque el ser humano vale por lo que es, y no sólo por lo que hace.
Mientras estaba en Barcelona oré intensamente por las familias, células vitales y esperanza de la sociedad y de la Iglesia. Recordé también a los que sufren, especialmente en estos momentos de serias dificultades económicas. Tuve presentes, al mismo tiempo, a los jóvenes –que me acompañaron en toda la visita a Santiago y a Barcelona con su entusiasmo y su alegría– para que descubran la belleza, el valor y el compromiso del matrimonio, en el que un hombre y una mujer forman una familia, que con generosidad acoge la vida y la acompaña desde su concepción hasta su término natural. Todo lo que se hace para sostener el matrimonio y la familia, para ayudar a las personas más necesitadas, todo lo que aumenta la grandeza del hombre y su inviolable dignidad, contribuye al perfeccionamiento de la sociedad. Ningún esfuerzo es vano en este sentido.
Queridos amigos, doy gracias a Dios por los intensos días que viví en Santiago de Compostela y en Barcelona. Renuevo mi agradecimiento al rey y a la reina de España, a los príncipes de Asturias y a todas las autoridades. Dirijo una vez más mi saludo agradecido y afectuoso a los queridos hermanos arzobispos de esas dos Iglesias particulares y a sus colaboradores, así como a cuantos se han prodigado generosamente a fin de que mi visita a esas dos maravillosas ciudades fuera fructuosa. ¡Fueron días inolvidables, que quedarán grabados en mi corazón! En particular, las dos celebraciones eucarísticas, cuidadosamente preparadas e intensamente vividas por todos los fieles, también a través de los cantos, tomados tanto de la gran tradición musical de la Iglesia, como de la genialidad de autores modernos, fueron momentos de verdadera alegría interior. Que Dios recompense a todos, como sólo él sabe hacer; que la santísima Madre de Dios y el Apóstol Santiago sigan acompañando su camino con su protección. El año que viene, si Dios quiere, iré de nuevo a España, a Madrid, para la Jornada mundial de la juventud. Encomiendo desde ahora a vuestra oración esta próvida iniciativa, a fin de que sea ocasión de crecimiento en la fe para muchos jóvenes.