CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Viernes 29 de junio de 2007

El Papa saludó a la asamblea e introdujo la celebración con estas palabras:

Hermanos y hermanas amados por el Señor y amados en Cristo también por mí, Siervo de los siervos de Dios, hoy nos alegramos porque celebramos el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que edificaron la Iglesia de Roma, nuestra Iglesia:  Pedro fue la roca puesta como fundamento de la Iglesia; Pablo, la voz dada al Evangelio en su carrera entre los gentiles. Están aquí con nosotros, como signo de amor fraterno y de espera de la comunión visible, los enviados por el amado Patriarca de Constantinopla:  renovemos una vez más nuestra voluntad de predisponer todo para que se pueda cumplir la oración de Jesús por la unidad de los creyentes en él. Nos alegramos de acoger aquí, en la Sede de Pedro, a los arzobispos metropolitanos que recibirán el palio, signo del suave yugo de Cristo, que ha querido que sean pastores de su grey, y signo del vínculo de comunión con esta Sede apostólica. Todos juntos, con fe y amor, celebramos nuestra comunión con los santos del cielo y con los creyentes en la tierra, y renovamos nuestra  voluntad de conversión al único Señor

Queridos hermanos y hermanas: 

Ayer por la tarde fui a la basílica de San Pablo extramuros, donde celebré las primeras Vísperas de esta solemnidad de San Pedro y San Pablo. Junto al sepulcro del Apóstol de los gentiles rendí homenaje a su memoria y anuncié el Año paulino que, con ocasión del bimilenario de su nacimiento, se celebrará del 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009.

Esta mañana, según la tradición, nos encontramos, en cambio, ante el sepulcro de san Pedro. Están presentes, para recibir el palio, los arzobispos metropolitanos nombrados durante este último año, a los que dirijo mi saludo especial. Está presente también, enviada por el Patriarca ecuménico de Constantinopla Bartolomé I, una eminente delegación, a la que acojo con cordial gratitud, pensando en el 30 de noviembre del año pasado, cuando me encontraba en Estambul-Constantinopla para la fiesta de San Andrés. Saludo al metropolita greco-ortodoxo de Francia, Emmanuel; al metropolita de Sassima, Gennadios; y al diácono Andreas. Sed bienvenidos, queridos hermanos. Cada año la visita que nos hacemos recíprocamente es signo de que la búsqueda de la comunión plena está siempre presente en la voluntad del Patriarca ecuménico y del Obispo de Roma.

La fiesta de hoy me brinda la oportunidad de volver a meditar una vez más en la confesión de san Pedro, momento decisivo del camino de los discípulos con Jesús. Los evangelios sinópticos la sitúan en las cercanías de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 13-20; Mc 8, 27-30; Lc 9, 18-22). San Juan, por su parte, nos conserva otra significativa confesión de san Pedro, después del milagro de los panes y del discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn 6, 66-70). San Mateo, en el texto que se acaba de proclamar, recuerda que Jesús atribuyó a Simón el sobrenombre de Cefas, "Piedra". Jesús afirma que quiere edificar "sobre esta piedra" su Iglesia y, desde esta perspectiva, confiere a san Pedro el poder de las llaves (cf. Mt 16, 17-19). De estos relatos se deduce claramente que la confesión de san Pedro es inseparable del encargo pastoral que se le encomendó con respecto al rebaño de Cristo.

Según todos los evangelistas, la confesión de Simón sucedió en un momento decisivo de la vida de Jesús, cuando, después de la predicación en Galilea, se dirige decididamente a Jerusalén para cumplir, con la muerte en la cruz y la resurrección, su misión salvífica. Los discípulos se ven implicados en esta decisión:  Jesús los invita a hacer una opción que los llevará a distinguirse de la multitud, para convertirse en la comunidad de los creyentes en él, en su "familia", el inicio de la Iglesia.

Hay dos modos de "ver" y de "conocer" a Jesús:  uno, el de la multitud, más superficial; el otro, el de los discípulos, más penetrante y auténtico. Con la doble pregunta:  "¿Qué dice la gente?", "¿qué decís vosotros de mí?, Jesús invita a los discípulos a tomar conciencia de esta perspectiva diversa. La gente piensa que Jesús es un profeta. Esto no es falso, pero no basta; es inadecuado. En efecto, hay que ir hasta el fondo; es preciso reconocer la singularidad de la persona de Jesús de Nazaret, su novedad.

También hoy sucede lo mismo: muchos se acercan a Jesús, por decirlo así, desde fuera. Grandes estudiosos reconocen su talla espiritual y moral y su influjo en la historia de la humanidad, comparándolo a Buda, Confucio, Sócrates y a otros sabios y grandes personajes de la historia. Pero no llegan a reconocerlo en su unicidad. Viene a la memoria lo que Jesús dijo a Felipe durante la última Cena:  "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? (Jn 14, 9).

A menudo Jesús es considerado también como uno de los grandes fundadores de religiones, de los que cada uno puede tomar algo para formarse una convicción propia. Por tanto, como entonces, también hoy la "gente" tiene opiniones diversas sobre Jesús. Y como entonces, también a nosotros, discípulos de hoy, Jesús nos repite su pregunta:  "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?". Queremos hacer nuestra la respuesta de san Pedro. Según el evangelio de san Marcos, dijo:  "Tú eres el Cristo" (Mc 8, 29); en san Lucas, la afirmación es:  "El Cristo de Dios" (Lc 9, 20); en san Mateo:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16); por último, en san Juan:  "Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 69). Todas esas respuestas son exactas y valen también para nosotros.

Consideremos, en particular, el texto de san Mateo, recogido en la liturgia de hoy. Según algunos estudiosos, la fórmula que aparece en él presupone el contexto post-pascual e incluso estaría vinculada a una aparición personal de Jesús resucitado a san Pedro; una aparición análoga a la que tuvo san Pablo en el camino de Damasco.

En realidad, el encargo conferido por el Señor a san Pedro está arraigado en la relación personal que el Jesús histórico tuvo con el pescador Simón, desde el primer encuentro con él, cuando le dijo:  "Tú eres Simón, (...) te llamarás Cefas (que quiere decir Piedra)" (Jn 1, 42). Lo subraya el evangelista san Juan, también él pescador y socio, con su hermano Santiago, de los dos hermanos Simón y Andrés. El Jesús que después de la resurrección llamó a Saulo es el mismo que —aún inmerso en la historia— se acercó, después del bautismo en el Jordán, a los cuatro hermanos pescadores, entonces discípulos del Bautista (cf. Jn 1, 35-42). Fue a buscarlos a la orilla del lago de Galilea y los invitó a seguirlo para ser "pescadores de hombres" (cf. Mc 1, 16-20).

Además, a Pedro le encomendó una tarea particular, reconociendo así en él un don especial de fe concedido por el Padre celestial. Evidentemente, todo esto fue iluminado después por la experiencia pascual, pero permaneció siempre firmemente anclado en los acontecimientos históricos precedentes a la Pascua. El paralelismo entre san Pedro y san Pablo no puede disminuir el alcance del camino histórico de Simón con su Maestro y Señor, que desde el inicio le atribuyó la característica de "roca" sobre la que edificaría su nueva comunidad, la Iglesia.

En los evangelios sinópticos, a la confesión de san Pedro sigue siempre el anuncio por parte de Jesús de su próxima pasión. Un anuncio ante el cual Pedro reacciona, porque aún no logra comprender. Sin embargo, se trata de un elemento fundamental; por eso Jesús insiste con fuerza. En efecto, los títulos que le atribuye san Pedro —tú eres "el Cristo", "el Cristo de Dios", "el Hijo de Dios vivo"— sólo se comprenden auténticamente a la luz del misterio de su muerte y resurrección. Y es verdad también lo contrario:  el acontecimiento de la cruz sólo revela su sentido pleno si "este hombre", que sufrió y murió en la cruz, "era verdaderamente Hijo de Dios", por usar las palabras pronunciadas por el centurión ante el Crucificado (cf. Mc 15, 39).

Estos textos dicen claramente que la integridad de la fe cristiana se da en la confesión de san Pedro, iluminada por la enseñanza de Jesús sobre su "camino" hacia la gloria, es decir, sobre su modo absolutamente singular de ser el Mesías y el Hijo de Dios. Un "camino" estrecho, un "modo" escandaloso para los discípulos de todos los tiempos, que inevitablemente se inclinan a pensar según los hombres y no según Dios (cf. Mt 16, 23). También hoy, como en tiempos de Jesús, no basta poseer la correcta confesión de fe:  es necesario aprender siempre de nuevo del Señor el modo propio como él es el Salvador y el camino por el que debemos seguirlo.

En efecto, debemos reconocer que, también para el creyente, la cruz es siempre difícil de aceptar. El instinto impulsa a evitarla, y el tentador induce a pensar que es más sabio tratar de salvarse a sí mismos, más bien que perder la propia vida por fidelidad al amor, por fidelidad al Hijo de Dios que se hizo hombre.

¿Qué era difícil de aceptar para la gente a la que Jesús hablaba? ¿Qué sigue siéndolo también para mucha gente hoy en día? Es difícil de aceptar el hecho de que pretende ser no sólo uno de los profetas, sino el Hijo de Dios, y reivindica la autoridad misma de Dios. Escuchándolo predicar, viéndolo sanar a los enfermos, evangelizar a los pequeños y a los pobres, y reconciliar a los pecadores, los discípulos llegaron poco a poco a comprender que era el Mesías en el sentido más alto del término, es decir, no sólo un hombre enviado por Dios, sino Dios mismo hecho hombre.

Claramente, todo esto era más grande que ellos, superaba su capacidad de comprender. Podían expresar su fe con los títulos de la tradición judía:  "Cristo", "Hijo de Dios", "Señor". Pero para aceptar verdaderamente la realidad, en cierto modo debían redescubrir esos títulos en su verdad más profunda:  Jesús mismo con su vida nos reveló su sentido pleno, siempre sorprendente, incluso paradójico con respecto a las concepciones corrientes. Y la fe de los discípulos debió adecuarse progresivamente. Esta fe se nos presenta como una peregrinación que tiene su origen en la experiencia del Jesús histórico y encuentra su fundamento en el misterio pascual, pero después debe seguir avanzando gracias a la acción del Espíritu Santo. Esta ha sido también la fe de la Iglesia a lo largo de la historia; y esta es también nuestra fe, la fe de los cristianos de hoy. Sólidamente fundada en la "roca" de Pedro, es una peregrinación hacia la plenitud de  la  verdad  que el pescador de Galilea profesó con convicción apasionada:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16).

En la profesión de fe de Pedro, queridos hermanos y hermanas, podemos sentir que todos somos uno, a pesar de las divisiones que a lo largo de los siglos han lacerado la unidad de la Iglesia, con consecuencias que perduran todavía. En nombre de san Pedro y san Pablo renovemos hoy, junto con nuestros hermanos venidos de Constantinopla —a los que  agradezco una vez más su presencia en nuestra celebración—, el compromiso de acoger a fondo el deseo de Cristo, que quiere que estemos plenamente unidos.

Con los arzobispos concelebrantes acojamos el don y la responsabilidad de la comunión entre la Sede de Pedro y las Iglesias metropolitanas encomendadas a su solicitud pastoral.

Que nos guíe y acompañe siempre con su intercesión la santísima Madre de Dios:  su fe indefectible, que sostuvo la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, siga sosteniendo la de las generaciones cristianas, nuestra misma fe:  Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.