Homilía. Clausura del 49° Congreso Eucarístico Internacional
Québec, 22 de junio de 2008.
Señores cardenales; excelencias; queridos hermanos y hermanas:
Mientras estáis reunidos con motivo del 49° Congreso eucarístico internacional, me alegra unirme a vosotros a través de la televisión, asociándome así a vuestra oración. Ante todo deseo saludar al señor cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec, y al señor cardenal Jozef Tomko, enviado especial al Congreso, así como a todos los cardenales y obispos presentes.
También saludo cordialmente a las personalidades de la sociedad civil que han querido participar en la liturgia. Saludo con afecto a los sacerdotes, a los diáconos y a todos los fieles presentes, así como a todos los católicos de Quebec, de todo Canadá y de los demás continentes. No olvido que vuestro país celebra este año el IV centenario de su fundación. Es una ocasión para que cada uno recuerde los valores que animaban a los pioneros y a los misioneros en vuestro país.
El tema elegido para este nuevo Congreso eucarístico internacional es: "La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". La Eucaristía es nuestro tesoro más valioso. Es el sacramento por excelencia; nos introduce anticipadamente en la vida eterna; contiene todo el misterio de nuestra salvación; y es la fuente y la cumbre de la acción y de la vida de la Iglesia, como recuerda el concilio Vaticano II (cf. Sacrosanctum concilium, 8).
Por tanto, es sumamente importante que los pastores y los fieles se comprometan constantemente a profundizar en este gran sacramento. Así, cada uno podrá fortalecer su fe y cumplir cada vez mejor su misión en la Iglesia y en el mundo, recordando que la Eucaristía conlleva la fecundidad en su vida personal, así como en la vida de la Iglesia y del mundo. El Espíritu de verdad da testimonio en vuestro corazón; también vosotros dad testimonio de Cristo ante los hombres, como reza la antífona del Aleluya de esta misa.
Por consiguiente, la participación en la Eucaristía no nos aleja de nuestros contemporáneos; al contrario, dado que es la expresión por excelencia del amor de Dios, nos invita a comprometernos con todos nuestros hermanos para afrontar los desafíos actuales y para hacer de la tierra un lugar en que se viva bien. Por eso, debemos luchar sin cesar para que se respete a toda persona desde su concepción hasta su muerte natural; para que nuestras sociedades ricas acojan a los más pobres y reconozcan toda su dignidad; para que cada persona pueda alimentarse y mantener a su familia; y para que en todos los continentes reinen la paz y la justicia. Estos son algunos de los desafíos que han de movilizar a todos nuestros contemporáneos: para afrontarlos, los cristianos deben encontrar la fuerza en el misterio eucarístico.
"Misterio de la fe": es lo que proclamamos en cada misa. Deseo que todos se esfuercen por estudiar este gran misterio, especialmente releyendo y profundizando, individual y colectivamente, en el texto del Concilio sobre la liturgia, la constitución Sacrosanctum Concilium, con el fin de testimoniar con valentía ese misterio. De este modo, cada persona logrará entender mejor el sentido de cada aspecto de la Eucaristía, comprendiendo su profundidad y viviéndola cada vez con mayor intensidad.
Cada frase, cada gesto tiene su sentido, y entraña un misterio. Espero sinceramente que este Congreso impulse a todos los fieles a comprometerse igualmente en una renovación de la catequesis eucarística, de modo que ellos mismos adquieran una auténtica conciencia eucarística y, a su vez, enseñen a los niños y a los jóvenes a reconocer el misterio central de la fe y a construir su vida en torno a él. Exhorto de manera especial a los sacerdotes a rendir el debido honor al rito eucarístico y pido a todos los fieles que, en la acción eucarística, respeten la función de cada persona, tanto del sacerdote como de los laicos. La liturgia no nos pertenece a nosotros: es el tesoro de la Iglesia.
La recepción de la Eucaristía, la adoración del Santísimo Sacramento –con ella queremos profundizar nuestra comunión, prepararnos para ella y prolongarla– nos permite entrar en comunión con Cristo, y a través de él, con toda la Trinidad, para llegar a ser lo que recibimos y para vivir en comunión con la Iglesia. Al recibir el Cuerpo de Cristo recibimos la fuerza "para la unidad con Dios y con los demás" (cf. san Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium, 11, 11; cf. san Agustín, Sermo 577).
No debemos olvidar nunca que la Iglesia está construida en torno a Cristo y que, como dijeron san Agustín, santo Tomás de Aquino y san Alberto Magno, siguiendo a san Pablo (cf. 1Co 10, 17), la Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia, porque todos formamos un solo cuerpo, cuya cabeza es el Señor. Debemos recordar siempre la última Cena del Jueves santo, donde recibimos la prenda del misterio de nuestra redención en la cruz. La última Cena es el lugar donde nació la Iglesia, el seno donde se encuentra la Iglesia de todos los tiempos. En la Eucaristía se renueva continuamente el sacrificio de Cristo, se renueva continuamente Pentecostés. Ojalá que todos toméis cada vez mayor conciencia de la importancia de la Eucaristía dominical, porque el domingo, el primer día de la semana, es el día en que honramos a Cristo, el día en que recibimos la fuerza para vivir diariamente el don de Dios.
También deseo invitar a los pastores y a los fieles a prestar atención renovada a su preparación para recibir la Eucaristía. A pesar de nuestra debilidad y nuestro pecado, Cristo quiere habitar en nosotros. Por eso, debemos hacer todo lo posible para recibirlo con un corazón puro, recuperando sin cesar, mediante el sacramento del perdón, la pureza que el pecado mancilló, "poniendo nuestra alma de acuerdo con nuestra voz" según la invitación del Concilio (cf. Sacrosanctum concilium, 11). De hecho, el pecado, sobre todo el pecado grave, se opone a la acción de la gracia eucarística en nosotros. Por otra parte, los que no pueden comulgar debido a su situación, de todos modos encontrarán en una comunión de deseo y en la participación en la Eucaristía una fuerza y una eficacia salvadora.
La Eucaristía ocupa un lugar muy especial en la vida de los santos. Demos gracias a Dios por la historia de santidad de Quebec y de Canadá, que ha contribuido a la vida misionera de la Iglesia. Vuestro país honra de modo particular a sus mártires canadienses, Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y sus compañeros, que dieron su vida por Cristo, uniéndose así a su sacrificio en la cruz. Pertenecen a la generación de hombres y mujeres que fundaron y desarrollaron la Iglesia en Canadá, con Margarita Bourgeoys, Margarita de Youville, María de la Encarnación, María-Catalina de San Agustín, monseñor François de Laval, fundador de la primera diócesis de América del norte, Dina Bélanger y Catalina Tekakwitha.
Seguid su ejemplo. Como ellos, no tengáis miedo. Dios os acompaña y os protege. Haced que cada día sea una ofrenda a la gloria de Dios Padre y participad en la construcción del mundo, recordando con sano orgullo vuestra herencia religiosa y su arraigo social y cultural, y esforzándoos por difundir en vuestro entorno los valores morales y espirituales que nos vienen del Señor.
La Eucaristía no es sólo un banquete entre amigos. Es misterio de alianza. "Las plegarias y los ritos del sacrificio eucarístico hacen revivir continuamente ante los ojos de nuestra alma, siguiendo el ciclo litúrgico, toda la historia de la salvación, y nos ayudan a penetrar cada vez más en su significado" (santa Teresa Benedicta de la Cruz, [Edith Stein], Wege zur inneren Stille, Aschaffenburg 1987, p. 67). Estamos llamados a entrar en este misterio de alianza modelando cada vez más nuestra vida según el don recibido en la Eucaristía.
La Eucaristía, como recuerda el concilio Vaticano II, tiene un carácter sagrado: "Toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia" (Sacrosanctum concilium, 7). En cierto sentido, es una "liturgia celestial", anticipación del banquete en el Reino eterno, al anunciar la muerte y la resurrección de Cristo, "hasta que vuelva" (1Co 11, 26).
A fin de que al pueblo de Dios no le falten nunca ministros para darle el Cuerpo de Cristo, debemos pedir al Señor que otorgue a su Iglesia el don de nuevos sacerdotes. Os invito también a transmitir la llamada al sacerdocio a los jóvenes, para que acepten con alegría y sin miedo responder a Cristo. No quedarán defraudados. Que las familias sean el lugar principal y la cuna de las vocaciones.
Antes de terminar, con alegría os anuncio el próximo Congreso eucarístico internacional. Se celebrará en Dublín, Irlanda, en el año 2012. Pido al Señor que os ayude a cada uno a descubrir la profundidad y la grandeza del misterio de la fe. Que Cristo, presente en la Eucaristía, y el Espíritu Santo, invocado sobre el pan y sobre el vino, os acompañen en vuestro camino diario y en vuestra misión. A ejemplo de la Virgen María, estad abiertos a la obra de Dios en vosotros.
Encomendándoos a la intercesión de Nuestra Señora, de santa Ana, patrona de Quebec, y de todos los santos de vuestra tierra, os imparto a todos una afectuosa bendición apostólica, y a todas las personas presentes, que han acudido de los diferentes países del mundo.
Queridos amigos, al llegar a su fin este importante acontecimiento en la vida de la Iglesia, os invito a todos a uniros a mí en la oración por el éxito del próximo Congreso eucarístico internacional, que se celebrará en el año 2012 en la ciudad de Dublín. Aprovecho la ocasión para saludar cordialmente al pueblo de Irlanda, que se prepara para acoger ese encuentro eclesial. Confío en que, juntamente con todos los participantes en el próximo Congreso, encuentren en él una fuente de permanente renovación espiritual.