ÁNGELUS
Domingo 19 de octubre de 2008

Homilía en el Santuario de Pompeya

Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo las huellas del siervo de Dios Juan Pablo II, he venido en peregrinación hoy a Pompeya para venerar, junto con vosotros, a la Virgen María, Reina del Santo Rosario. He venido, en particular, para encomendar a la Madre de Dios, en cuyo seno el Verbo se hizo carne, la Asamblea del Sínodo de los obispos que se está celebrando actualmente en el Vaticano, sobre el tema de la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Mi visita coincide también con la Jornada mundial de las misiones: contemplando a María, que acogió en sí al Verbo de Dios y lo dio al mundo, rezaremos en esta misa por cuantos en la Iglesia dedican sus energías al servicio del anuncio del Evangelio a todas las naciones. ¡Gracias, queridos hermanos y hermanas, por vuestra acogida! Os abrazo a todos con afecto paterno y os agradezco las oraciones que desde aquí eleváis incesantemente al cielo por el Sucesor de Pedro y por las necesidades de la Iglesia universal.

Dirijo un cordial saludo, en primer lugar, al arzobispo Carlo Liberati, prelado de Pompeya y delegado pontificio para el santuario, y le agradezco las palabras con que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos. Mi saludo se extiende a las autoridades civiles y militares presentes, de modo especial al representante del Gobierno, al ministro de Bienes culturales y al alcalde de Pompeya, que a mi llegada me dirigió deferentes palabras de bienvenida en nombre de todos los ciudadanos. Saludo a los sacerdotes de la prelatura, a los religiosos y religiosas que prestan su servicio cotidiano en el santuario, entre los cuales me complace mencionar a las Hermanas Dominicas Hijas del Santo Rosario de Pompeya y a los Hermanos de las Escuelas Cristianas; saludo a los voluntarios comprometidos en los diversos servicios y a los celosos apóstoles de la Virgen del Rosario de Pompeya.

Y ¿cómo olvidar, en este momento, a las personas que sufren, a los enfermos, a los ancianos solos, a los jóvenes en dificultad, a los encarcelados, a cuantos viven en duras condiciones de pobreza y malestar social y económico? A todos y a cada uno de ellos quiero asegurarles mi cercanía espiritual, haciéndoles llegar el testimonio de mi afecto. A cada uno de vosotros, queridos fieles y habitantes de esta tierra, y también a vosotros que estáis unidos espiritualmente a esta celebración a través de la radio y la televisión, os encomiendo a María y os invito a confiar siempre en su apoyo materno.

Dejemos ahora que sea ella, nuestra Madre y Maestra, quien nos guíe en la reflexión sobre la Palabra de Dios que hemos escuchado. La primera lectura y el salmo responsorial expresan la alegría del pueblo de Israel por la salvación dada por Dios, salvación que es liberación del mal y esperanza de vida nueva. El oráculo de Sofonías se dirige a Israel, que es designado con los apelativos de "hija de Sión" e "hija de Jerusalén", y se le invita a la alegría: "Alégrate (...). Lanza gritos de gozo (...) Exulta" (So 3, 14). Es el mismo saludo que el ángel Gabriel dirige a María, en Nazaret: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28). "No temas, Sión" (So 3, 16), dice el profeta; "No temas, María" (Lc 1, 30), dice el ángel. Y el motivo de la confianza es el mismo: "El Señor, tu Dios, en medio de ti es un salvador poderoso" (So 3, 17), dice el profeta; "el Señor está contigo" (Lc 1, 28), asegura el ángel a la Virgen.

También el cántico de Isaías concluye así: "Canta y exulta, tú que vives en Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel" (Is 12, 6). La presencia del Señor es fuente de gozo, porque donde está él, el mal es vencido, y triunfan la vida y la paz. Quiero subrayar, en particular, la estupenda expresión de Sofonías que, dirigiéndose a Jerusalén, dice: el Señor "te renovará con su amor" (So 3, 17). Sí, el amor de Dios tiene este poder: de renovarlo todo, a partir del corazón humano, que es su obra maestra y donde el Espíritu Santo realiza mejor su acción transformadora. Con su gracia, Dios renueva el corazón del hombre perdonando su pecado, lo reconcilia e infunde en él el impulso hacia el bien. Todo esto se manifiesta en la vida de los santos, y aquí lo vemos en particular en la obra apostólica del beato Bartolo Longo, fundador de la nueva Pompeya. Y así en esta hora también abrimos nuestro corazón a este amor renovador del hombre y de todas las cosas.

Desde sus inicios, la comunidad cristiana vio en la personificación de Israel y de Jerusalén en una figura femenina una significativa y profética referencia a la Virgen María, a la que se reconoce precisamente como "hija de Sión" y arquetipo del pueblo que "ha encontrado gracia" a los ojos del Señor. Es una interpretación que volvemos a encontrar en el relato evangélico de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-11). El evangelista san Juan pone de relieve simbólicamente que Jesús es el esposo de Israel, del nuevo Israel que somos todos nosotros en la fe, el esposo que vino a traer la gracia de la nueva Alianza, representada por el "vino bueno". Al mismo tiempo, el Evangelio destaca también el papel de María, a la que al principio se la llama "la madre de Jesús", pero a quien después el Hijo mismo llama "mujer". Y esto tiene un significado muy profundo: implica de hecho que Jesús, para maravilla nuestra, antepone al parentesco el vínculo espiritual, según el cual María personifica a la esposa amada del Señor, es decir, al pueblo que él se eligió para irradiar su bendición sobre toda la familia humana.

El símbolo del vino, unido al del banquete, vuelve a proponer el tema de la alegría y de la fiesta. Además, el vino, como las otras imágenes bíblicas de la viña y de la vid, alude metafóricamente al amor: Dios es el viñador, Israel es la viña, una viña que encontrará su realización perfecta en Cristo, del cual nosotros somos los sarmientos; el vino es el fruto, es decir, el amor, porque precisamente el amor es lo que Dios espera de sus hijos. Y oremos al Señor, que concedió a Bartolo Longo la gracia de traer el amor a esta tierra, para que también nuestra vida y nuestro corazón den este fruto de amor y así renueven la tierra.

Al amor exhorta también el apóstol san Pablo en la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos. En esta página encontramos delineado el programa de vida de una comunidad cristiana, cuyos miembros han sido renovados por el amor y se esfuerzan por renovarse continuamente, para discernir siempre la voluntad de Dios y no volver a caer en el conformismo de la mentalidad mundana (cf. Rm 12, 1-2). La nueva Pompeya, aun con los límites de toda realidad humana, es un ejemplo de esta nueva civilización, que ha surgido y se ha desarrollado bajo la mirada maternal de María. Y la característica de la civilización cristiana es precisamente la caridad: el amor de Dios que se traduce en amor al prójimo.

Ahora bien, cuando san Pablo escribe a los cristianos de Roma: "Sed diligentes sin flojedad; fervorosos de espíritu, como quien sirve al Señor" (Rm 12, 11), nuestro pensamiento se dirige a Bartolo Longo y a las numerosas iniciativas de caridad puestas en marcha por él en favor de los hermanos más necesitados. Impulsado por el amor, fue capaz de proyectar una nueva ciudad, que surgió luego en torno al santuario mariano, casi como irradiación de la luz de su fe y esperanza. Una ciudadela de María y de la caridad, pero no aislada del mundo; no es, como suele decirse, una "catedral en el desierto", sino insertada en el territorio de este valle para rescatarlo y promoverlo. La historia de la Iglesia, gracias a Dios, está llena de experiencias de este tipo, y también hoy se realizan muchas en todas las partes del mundo. Son experiencias de fraternidad, que muestran el rostro de una sociedad diversa, puesta como fermento dentro del contexto civil. La fuerza de la caridad es irresistible: el amor es lo que verdaderamente hace avanzar el mundo.

¿Quién habría podido pensar que aquí, junto a los restos de la antigua Pompeya, surgiría un santuario mariano de alcance mundial? ¿Y tantas obras sociales para traducir el Evangelio en servicio concreto a las personas que atraviesan más dificultades? Donde Dios llega, el desierto florece. También el beato Bartolo Longo, con su conversión personal, dio testimonio de esta fuerza espiritual que transforma al hombre interiormente y lo capacita para hacer grandes cosas según el designio de Dios. Las circunstancias de su crisis espiritual y de su conversión son de grandísima actualidad. En el período de sus estudios universitarios en Nápoles, influenciado por filósofos inmanentistas y positivistas, se había alejado de la fe cristiana convirtiéndose en un anticlerical militante y dándose también a prácticas espiritistas y supersticiosas. Su conversión, con el descubrimiento del verdadero rostro de Dios, contiene un mensaje muy elocuente para nosotros, porque por desgracia estas tendencias no faltan en nuestros días. En este Año paulino me complace subrayar que también Bartolo Longo, como san Pablo, fue transformado de perseguidor en apóstol: apóstol de la fe cristiana, del culto mariano, y en particular del rosario, en el que encontró una síntesis de todo el Evangelio.

Esta ciudad que él volvió a fundar es, por tanto, una demostración histórica de cómo Dios transforma el mundo: colmando nuevamente de caridad el corazón de un hombre y haciendo de él un "motor" de renovación religiosa y social. Pompeya es un ejemplo de cómo la fe puede actuar en la ciudad del hombre, suscitando apóstoles de caridad que se ponen al servicio de los pequeños y de los pobres, y que trabajan para que también a los últimos se les respete su dignidad y encuentren acogida y promoción.

Aquí en Pompeya se entiende que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. Aquí el genuino pueblo cristiano, la gente que afronta la vida con sacrificio cada día, encuentra la fuerza para perseverar en el bien sin ceder a componendas. Aquí, a los pies de María, las familias encuentran o refuerzan la alegría del amor que las mantiene unidas. Así pues, hace exactamente un mes, tuvo lugar oportunamente, en preparación de mi visita, una "peregrinación de las familias para la familia", a fin de encomendar a la Virgen esta célula fundamental de la sociedad. Que la Virgen santísima vele sobre cada familia y sobre todo el pueblo italiano.

Que este santuario y esta ciudad sigan siempre vinculados sobre todo a un don singular de María: la oración del rosario. Cuando, en el célebre cuadro de la Virgen de Pompeya, vemos a la Virgen Madre y al Niño Jesús que entregan los rosarios respectivamente a santa Catalina de Siena y a santo Domingo, comprendemos enseguida que esta oración nos conduce, a través de María, a Jesús, como nos enseñó también el querido Papa Juan Pablo II en la carta Rosarium Virginis Mariae, en la que se refiere explícitamente al beato Bartolo Longo y al carisma de Pompeya. El rosario es una oración contemplativa accesible a todos: grandes y pequeños, laicos y clérigos, cultos y poco instruidos. Es un vínculo espiritual con María para permanecer unidos a Jesús, para configurarse a él, asimilar sus sentimientos y comportarse como él se comportó. El rosario es un "arma" espiritual en la lucha contra el mal, contra toda violencia, por la paz en los corazones, en las familias, en la sociedad y en el mundo.

Queridos hermanos y hermanas, en esta Eucaristía, fuente inagotable de vida y de esperanza, de renovación personal y social, demos gracias a Dios porque en Bartolo Longo nos dio un testigo luminoso de esta verdad evangélica. Y volvamos una vez más nuestro corazón a María con las palabras de la súplica, que dentro de poco rezaremos juntos: "Tú, Madre nuestra, eres nuestra Abogada, nuestra esperanza. Ten piedad de nosotros... Misericordia para todos, oh Madre de misericordia". Amén.