Vísperas. Final semana de oración por la unidad de los cristianos
Fiesta de la Conversión de San Pablo. Miércoles 25 de enero de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Con gran alegría dirijo mi afectuoso saludo a todos los que os habéis reunido en esta basílica en la fiesta litúrgica de la Conversión de San Pablo, para concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos, en este año en que celebraremos el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, que el beato Juan XXIII anunció precisamente en esta basílica el 25 de enero de 1959. El tema ofrecido para nuestra meditación en la Semana de oración que hoy concluimos es: "Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor" (cf. 1Co 15, 51-58).
El significado de esta misteriosa transformación, de la que nos habla la segunda lectura breve de esta tarde, se muestra admirablemente en la historia personal de san Pablo. A continuación del acontecimiento extraordinario que tuvo lugar en el camino de Damasco, Saulo, que se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente, fue transformado en un apóstol incansable del Evangelio de Jesucristo. En el caso de este evangelizador extraordinario aparece claro que esa transformación no es resultado de una larga reflexión interior, y tampoco fruto de un esfuerzo personal. Es ante todo obra de la gracia de Dios que obró según sus caminos inescrutables. Por ello san Pablo, al escribir a la comunidad de Corinto algunos años después de su conversión, afirma, como hemos escuchado en el primer pasaje de estas Vísperas: "Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado" (1Co 15, 10). Además, considerando con atención la vicisitud de san Pablo, se comprende cómo la transformación que él experimentó en su existencia no se limita al plano ético –como conversión de la inmoralidad a la moralidad–, ni al plano intelectual –como cambio del propio modo de comprender la realidad–; se trata, más bien, de una renovación radical del propio ser, similar, por muchos aspectos, a un volver a nacer. Una transformación semejante tiene su fundamento en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se delinea como un camino gradual de conformación a él. A la luz de esta consciencia, san Pablo, cuando a continuación será llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del Evangelio que anunciaba, dirá: "Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí" (Ga 2, 20).
La experiencia personal que vivió san Pablo le permitió esperar con fundada esperanza la realización de este misterio de transformación, que concernirá a todos aquellos que han creído en Jesucristo y también a toda la humanidad y a la creación entera. En la segunda lectura breve que se ha proclamado esta tarde, san Pablo, después de desarrollar una larga argumentación destinada a reforzar en los fieles la esperanza de la resurrección, utilizando las imágenes tradicionales de la literatura apocalíptica contemporánea a él, describe en pocas líneas el gran día del juicio final, en el que se cumple el destino de la humanidad: "En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta..., los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados" (1Co 15, 52). Ese día, todos los creyentes serán conformados a Cristo y todo lo que es corruptible será transformado por su gloria: "Es preciso –dice san Pablo– que este cuerpo corruptible se vista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se vista de inmortalidad" (v. 15, 53). Entonces, finalmente, el triunfo de Cristo será completo, porque, como nos dice el mismo san Pablo mostrando cómo se cumplen las antiguas profecías de las Escrituras, la muerte será vencida definitivamente y, con ella, el pecado que la hizo entrar en el mundo y la ley que fija el pecado sin dar la fuerza para vencerlo: "La muerte ha sido absorbida en la victoria. / ¿Dónde está, muerte, tu victoria? / ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? / El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley" (vv. 54-56). San Pablo nos dice, por lo tanto, que todo hombre, mediante el bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, participa en la victoria de Aquel que antes que todos venció a la muerte, comenzando un camino de transformación que se manifiesta ya desde ahora en una novedad de vida y que alcanzará su plenitud al final de los tiempos.
Es muy significativo que el pasaje concluya con una acción de gracias: "¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!" (v. 57). El canto de victoria sobre la muerte se transforma en canto de acción de gracias elevado al Vencedor. También nosotros, esta tarde, celebrando la alabanza vespertina a Dios, queremos unir nuestra voz, nuestra mente y nuestro corazón a este himno de acción de gracias por lo que la gracia divina obró en el Apóstol de los gentiles y por el admirable designio salvífico que Dios Padre realiza en nosotros por medio del Señor Jesucristo. Mientras elevamos nuestra oración, confiamos en ser también nosotros transformados y conformados a imagen de Cristo. Esto es verdad de modo especial en la oración por la unidad de los cristianos. En efecto, cuando imploramos el don de la unidad de los discípulos de Cristo, hacemos nuestro el deseo expresado por Jesucristo en la víspera de su pasión y muerte en la oración dirigida al Padre: "para que todos sean uno" (Jn 17, 21). Por este motivo, la oración por la unidad de los cristianos no es más que participación en la realización del proyecto divino para la Iglesia, y el compromiso activo por el restablecimientos de la unidad es un deber y una gran responsabilidad para todos.
Aun experimentando en nuestros días la situación dolorosa de la división, los cristianos podemos y debemos mirar con esperanza al futuro, en cuanto que la victoria de Cristo significa la superación de todo aquello que nos priva de compartir la plenitud de vida con él y con los demás. La resurrección de Jesucristo confirma que la bondad de Dios vence al mal, y que el amor supera la muerte. Él nos acompaña en la lucha contra la fuerza destructora del pecado que hace daño a la humanidad y a toda la creación de Dios. La presencia de Cristo resucitado nos llama a todos los cristianos a actuar juntos en la causa del bien. Unidos en Cristo, estamos llamados a compartir su misión, que consiste en llevar la esperanza allí donde dominan la injusticia, el odio y la desesperación. Nuestras divisiones hacen que nuestro testimonio de Cristo sea menos luminoso. La meta de la unidad plena, que esperamos con una esperanza activa y por la cual rezamos con confianza, es una victoria no secundaria, sino importante para el bien de la familia humana.
En la cultura hoy dominante, la idea de victoria se asocia con frecuencia a un éxito inmediato. En la perspectiva cristiana, en cambio, la victoria es un proceso –largo y, a nuestros ojos humanos, no siempre lineal– de transformación y de crecimiento en el bien. Esa victoria tiene lugar según los tiempos de Dios, no según nuestros tiempos, y requiere de nosotros fe profunda y perseverancia paciente. Aunque el reino de Dios irrumpió definitivamente en la historia con la resurrección de Jesús, aún no está plenamente realizado. La victoria final se producirá sólo con la segunda venida del Señor, que nosotros aguardamos con esperanza paciente. También nuestra espera de la unidad visible de la Iglesia debe ser paciente y confiada. Sólo con esta disposición encuentran pleno significado nuestra oración y nuestro compromiso cotidianos por la unidad de los cristianos. La actitud de espera paciente no significa pasividad o resignación, sino respuesta pronta y atenta a toda posibilidad de comunión y fraternidad que nos dona el Señor.
En este clima espiritual, quiero dirigir algunos saludos particulares, en primer lugar al cardenal Monterisi, arcipreste de esta basílica, al abad y a la comunidad de los monjes benedictinos que nos acogen. Saludo al cardenal Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a todos los colaboradores de este dicasterio. Dirijo mi cordial y fraterno saludo a su eminencia el metropolita Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, y al reverendo canónigo Richardson, representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, aquí reunidos esta tarde. Además, me es particularmente grato saludar a algunos miembros del grupo de trabajo compuesto por exponentes de diversas Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Polonia, que han preparado los materiales para la Semana de oración de este año, a los cuales quiero expresar mi gratitud y mi deseo de que prosigan en el camino de la reconciliación y la colaboración fructífera, así como a los miembros del Global Christian Forum que durante estos días están en Roma para reflexionar sobre la ampliación de la participación de nuevos miembros en el movimiento ecuménico. Y saludo también al grupo de estudiantes del Instituto ecuménico de Bossey del Consejo mundial de Iglesias.
A la intercesión de san Pablo quiero confiar a todos aquellos que, con su oración y su compromiso, trabajan por la causa de la unidad de los cristianos. Aunque a veces se puede tener la impresión de que el camino hacia el pleno restablecimiento de la comunión todavía es muy largo y está lleno de obstáculos, invito a todos a renovar la propia determinación a buscar, con valentía y generosidad, la unidad que es voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de san Pablo, el cual, ante dificultades de todo tipo, conservó siempre la confianza firme en Dios que lleva a cumplimiento su obra. Por lo demás, en este camino, no faltan los signos positivos de una nueva fraternidad y de un sentido de responsabilidad compartido ante las grandes problemáticas que afligen a nuestro mundo. Todo esto es motivo de alegría y de gran esperanza, y debe estimularnos a proseguir nuestro compromiso para llegar todos juntos a la meta final, sabiendo que nuestro esfuerzo no es vano en el Señor (cf. 1Co 15, 58). Amén.