Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Comprenderéis la emoción con que os escribo llamándoos por primera vez hijas e hijos míos. Desde la misma noche del lunes 23, vuestras hermanas y hermanos de Roma empezaron a llamarme Padre. Lo hicieron con una naturalidad y una espontaneidad que me sorprendían y conmovían. Yo en cambio he tardado, casi una semana, en animarme a llamarles alguna vez hijas e hijos, pues me siento confundido, a la vez que doy gracias por esa fidelidad valiente y sencilla. Somos todos hermanos en Jesucristo, a la vez que ahora soy Padre de esa multitud que forma el Opus Dei en el mundo entero: un inmenso número de laicos, hombres y mujeres de los horizontes más variados, y muchos sacerdotes, algunos incardinados en la prelatura, otros en muy variadas diócesis donde solo dependen del respectivo Obispo, pero formando también parte de esta pequeña familia bien unida para servir a la Iglesia.
En estos días, venían a mi mente aquellas palabras de san Pablo a los Corintios, que resaltan que la llamada de Dios nos precede siempre, que no se fija en nuestra necedad y flaqueza (cfr. 1Co 1, 27). Doy gracias a Dios por la serenidad que me da y que no me explicaría si no fuera por vuestra oración y cercanía. Pido –y pedid conmigo– a la Virgen Santísima que estemos todos siempre muy unidos, con la unidad que nos concede el Espíritu Santo, Amor infinito.
Es constante el recuerdo de don Javier, segundo sucesor de san Josemaría. No es un pensamiento sobre el pasado; pertenece a la historia de las misericordias de Dios, que de alguna manera quedan siempre vivas en la Iglesia. Recordar a don Javier es enseguida volver la mirada a san Josemaría y al beato Álvaro. Es recordar con profundo agradecimiento a un hombre que dio su vida para hacer la Obra como buen hijo de dos santos, y que ahora nos sigue ayudando desde el Cielo.
Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas, cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio (Es Cristo que pasa, 132). Hijas e hijos míos, a nosotros nos toca, cada día, encarnar esas ansias apostólicas de nuestro Fundador, hacer realidad aquel lema suyo: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre
Fernando
Roma, 31 de enero de 2017.