Todos los Santos es la fiesta de la santidad discreta, sencilla. La santidad sin brillo humano, que parece no dejar rastro en la historia; y que, sin embargo, brilla ante el Señor y deja en el mundo una siembra de Amor de la que no se pierde nada. Al pensar en tantos hombres y mujeres que han recorrido ya ese camino y ahora gozan de Dios, recordaba unas palabras de la oración de san Josemaría: «Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? (…). Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: "ni ojo vio, ni oído oyó…" (1Co 2, 9) Vale la pena, hijos míos, vale la pena».
Somos pobres vasos de barro: frágiles, quebradizos. Pero Dios nos ha hecho para llenarnos de su felicidad, para siempre. Y ya ahora en la tierra, nos da su alegría para que la transmitamos a todos. Sí, es posible estar contentos en medio de incertidumbres, problemas, preocupaciones. Decía la Madre Teresa de Calcuta: «el verdadero amor es aquel que nos causa dolor, que duele, y a la vez nos da alegría». Acompañemos también con nuestra vida y nuestra oración a aquellos difuntos que, aunque sufren porque su "vaso de barro" no está aún preparado para toda esa belleza de Dios, tienen ya la alegría de saber que Él les está esperando en el cielo.
Fernando
Roma, 1 de noviembre de 2017