Beato Álvaro del Portillo

12.V 17

Acabamos de acompañar el canto del Salmo 23 con una oración hecha de escucha y respuesta: «El Señor es mi pastor: nada me falta». (Sal 23, 1). Estas palabras, con las que el salmista invita a cada uno de nosotros a confiarnos a Dios, ¿han echado raíces profundas en nuestro corazón? ¿Estamos convencidos de que no nos falta nada, porque Él está cerca de nosotros, porque es nuestro pastor, porque nos conoce y nos comprende verdaderamente? ¿Le pedimos, al menos, que haga esta convicción cada vez más fuerte en nosotros? Nos hará bien meditar a menudo estos versículos llenos de confianza: «En verdes praderas me hace descansar, me conduce hacia fuentes tranquilas. Conforta mi alma» (Sal 23, 2). Él, y solo Él, es capaz de dar a nuestro corazón el descanso que necesita.

Quienes hemos conocido al beato Álvaro estamos de acuerdo en destacar un aspecto de su figura –se veía enseguida– que era mucho más que un rasgo de su personalidad: la paz y la serenidad. No fue, me gustaría subrayar, simplemente algo temperamental: si pudo inculcar la paz allá donde estaba, fue porque se refugió en la paz y en la fuerza de Dios.

Don Álvaro fue un buen pastor que cuidó del rebaño del Opus Dei porque se dejó guiar y proteger por Jesús, el Buen Pastor que conoce a sus ovejas (cfr. Jn 10, 14). Pidamos al Señor, por intercesión del beato Álvaro, que nos ayude a ser hombres y mujeres de paz. En nuestros días, en los que a menudo percibimos una fuerte falta de serenidad en la vida social, en el trabajo, en la familia (…) se hace cada vez más urgente que los cristianos seamos, según la expresión de san Josemaría, «sembradores de paz y de alegría». La paz del mundo, quizás, depende más de nuestras disposiciones personales, ordinarias y perseverantes para sonreír, perdonar, quitarnos importancia… que de las grandes negociaciones de los Estados, por muy importantes que sean.

Incluso en los momentos difíciles de la vida del mundo y de la Iglesia, al beato Álvaro no le faltó serenidad, lo que, junto con su prudencia y fortaleza, le dio el temple de un buen pastor. Fue, por lo tanto, para muchos, un guía seguro y un verdadero Padre. Ciertamente se le pueden aplicar las palabras con las que san Josemaría abrió su corazón a un grupo de fieles del Opus Dei: «Vuestras preocupaciones, vuestros dolores, vuestro celo, son para mí un continuo reclamo. Quisiera, con este corazón de padre y de madre, llevar todo sobre mis hombros» (6-X-1968). Así vivió don Álvaro, con esa actitud de la que nos hablan las palabras del profeta que acabamos de escuchar: «Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas» (Ez 34, 12).

Son muchas las manifestaciones de su caridad pastoral, atestiguadas por las más variadas personas: todas ellas encontraron un lugar en su corazón y en su dedicación, que iba más allá de las limitaciones físicas debidas al cansancio, a la enfermedad o a la edad. El decreto que reconocía las virtudes heroicas del beato Álvaro identificaba la fidelidad como el hilo conductor que las unía: «Fidelidad indiscutible a Dios, sobre todo en el cumplimiento dispuesto y generoso de su voluntad; fidelidad a la Iglesia y al Papa; fidelidad al sacerdocio; fidelidad a la vocación cristiana en todo momento y en toda circunstancia».

Jesús también espera que le sigamos fielmente: fieles a la vocación cristiana, al compromiso de crecer progresivamente en la identificación con Jesucristo, en las múltiples actividades de la vida ordinaria, con la fuerza que recibimos en la escucha de la Palabra de Dios, en la oración y en la recepción de los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía. Debemos mostrar a muchos que Dios los ama, que por ellos –por cada uno de ellos– Jesucristo dio su vida en la Cruz. En palabras del papa Francisco: «La alegría del encuentro con Él y de su llamada lleva a no cerrarse, sino a abrirse; lleva al servicio en la Iglesia» (Discurso, 6-VII-2013). En enero de 1989, durante una peregrinación a Fátima, el beato Álvaro dirigió una oración en voz alta a la Virgen. Le dijo: «Sé que siempre nos escuchas, pero en todo caso hemos venido de Roma para decirte lo que sabes bien: que te amamos, pero que queremos amarte más. Ayúdanos a servir a la Iglesia como ella quiere ser servida: con todo el corazón, con total compromiso, con lealtad y fidelidad». Te pedimos, beato Álvaro, que nos obtengas esta gracia del Señor: servir a la Iglesia por amor a Dios, cada uno desde su lugar en el mundo, con sus compromisos, con sus planes, con sus dificultades.

He querido leeros estas palabras del beato Álvaro hoy, en la víspera del centenario de las Apariciones de Nuestra Señora de Fátima. El Santo Padre fue a ese lugar tan querido por todos los cristianos. También nosotros podemos asomarnos a Cova de Iría, en esta misa. Y en el mes de mayo, especialmente dedicado a María, hagámoslo también con el Rosario, la oración preferida de la Virgen. Mientras acompañamos al papa Francisco en su camino, dirijamos a nuestra Madre las palabras que él le dirigió en un acto de consagración a Nuestra Señora de Fátima en octubre de 2013: «Custodia nuestra vida entre tus brazos: bendice y refuerza todo deseo de bien; reaviva y alimenta la fe; sostiene e ilumina la esperanza; suscita y anima la caridad; guíanos a todos nosotros por el camino de la santidad» (13.X.13). Que así sea.