Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Los dos primeros días del mes de noviembre constituyen para todos nosotros un intenso momento de fe, de oración y reflexión sobre las "cosas últimas" de la vida. En efecto, celebrando a Todos los santos y conmemorando a Todos los fieles difuntos, la Iglesia peregrina en la tierra vive y expresa en la liturgia el vínculo espiritual que la une a la Iglesia del cielo. Hoy alabamos a Dios por la multitud innumerable de santos y santas de todos los tiempos: hombres y mujeres comunes, sencillos, a veces "últimos" para el mundo, pero "primeros" para Dios. Al mismo tiempo, recordamos a nuestros queridos difuntos visitando los cementerios: es motivo de gran consuelo pensar que ellos están en compañía de la Virgen María, de los Apóstoles, de los mártires y de todos los santos y santas del paraíso.
Así, la solemnidad de hoy nos ayuda a considerar una verdad fundamental de la fe cristiana, que profesamos en el "Credo": la comunión de los santos. ¿Qué significa esto: la comunión de los santos? Es la comunión que nace de la fe y une a todos los que pertenecen a Cristo, en virtud del Bautismo. Se trata de una unión espiritual –¡todos estamos unidos!– que la muerte no rompe, sino que prosigue en la otra vida. En efecto, subsiste un vínculo indestructible entre nosotros, los que vivimos en este mundo, y cuantos cruzaron el umbral de la muerte. Nosotros, aquí abajo en la tierra, junto con aquellos que entraron en la eternidad, formamos una sola y gran familia. Se mantiene esta familiaridad.
Esta maravillosa comunión, esta maravillosa unión común entre tierra y cielo se realiza del modo más elevado e intenso en la liturgia y, sobre todo, en la celebración de la Eucaristía, que expresa y realiza la más profunda unión entre los miembros de la Iglesia. En efecto, en la Eucaristía encontramos a Jesús vivo y su fuerza, y a través de Él entramos en comunión con nuestros hermanos en la fe: los que viven con nosotros aquí en la tierra y los que nos precedieron en la otra vida, la vida sin fin. Esta realidad nos colma de alegría: es hermoso tener tantos hermanos y hermanas en la fe que caminan a nuestro lado, nos sostienen con su ayuda y junto a nosotros recorren el mismo camino hacia el cielo. Y es consolador saber que hay otros hermanos que ya llegaron al cielo, que nos esperan y rezan por nosotros, para que juntos podamos contemplar eternamente el rostro glorioso y misericordioso del Padre.
En la gran asamblea de los santos, Dios ha querido reservar el primer lugar a la Madre de Jesús. María está en el centro de la comunión de los santos, como protectora especial del vínculo de la Iglesia universal con Cristo, del vínculo de la familia. Ella es la Madre, es Madre nuestra, nuestra Madre. Es la guía segura de quien quiera seguir a Jesús por el camino del Evangelio, porque es la primera discípula. Ella es la Madre solícita y atenta, a quien confiar todos los deseos y dificultades.
Invoquemos juntos a la Reina de Todos los santos, para que nos ayude a responder con generosidad y fidelidad a Dios, que nos llama a ser santos como Él es santo (cf. Lv 19, 2; Mt 5, 48).