ÁNGELUS.
Domingo 1 de marzo de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El domingo pasado la liturgia nos presentó a Jesús tentado por Satanás en el desierto, pero victorioso en la tentación. A la luz de este Evangelio, hemos tomado nuevamente conciencia de nuestra condición de pecadores, pero también de la victoria sobre el mal donada a quienes inician el camino de conversión y que, como Jesús, quieren hacer la voluntad del Padre. En este segundo domingo de Cuaresma, la Iglesia nos indica la meta de este itinerario de conversión, es decir, la participación en la gloria de Cristo, que resplandece en el rostro del Siervo obediente, muerto y resucitado por nosotros.

El pasaje evangélico narra el acontecimiento de la Transfiguración, que se sitúa en la cima del ministerio público de Jesús. Él está en camino hacia Jerusalén, donde se cumplirán las profecías del "Siervo de Dios" y se consumará su sacrificio redentor. La multitud no entendía esto: ante las perspectivas de un Mesías que contrasta con sus expectativas terrenas, lo abandonaron. Pero ellos pensaban que el Mesías sería un liberador del dominio de los romanos, un liberador de la patria, y esta perspectiva de Jesús no les gusta y lo abandonan. Incluso los Apóstoles no entienden las palabras con las que Jesús anuncia el cumplimiento de su misión en la pasión gloriosa, ¡no comprenden! Jesús entonces toma la decisión de mostrar a Pedro, Santiago y Juan una anticipación de su gloria, la que tendrá después de la resurrección, para confirmarlos en la fe y alentarlos a seguirlo por la senda de la prueba, por el camino de la Cruz. Y, así, sobre un monte alto, inmerso en oración, se transfigura delante de ellos: su rostro y toda su persona irradian una luz resplandeciente. Los tres discípulos están asustados, mientras una nube los envuelve y desde lo alto resuena –como en el Bautismo en el Jordán– la voz del Padre: "Este es mi Hijo amado; escuchadlo" (Mc 9, 7). Jesús es el Hijo hecho Siervo, enviado al mundo para realizar a través de la Cruz el proyecto de la salvación, para salvarnos a todos nosotros. Su adhesión plena a la voluntad del Padre hace su humanidad transparente a la gloria de Dios, que es el Amor.

Jesús se revela así como el icono perfecto del Padre, la irradiación de su gloria. Es el cumplimiento de la revelación; por eso junto a Él transfigurado aparecen Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas, para significar que todo termina y comienza en Jesús, en su pasión y en su gloria.

La consigna para los discípulos y para nosotros es esta: "¡Escuchadlo!". Escuchad a Jesús. Él es el Salvador: seguidlo. Escuchar a Cristo, en efecto, lleva a asumir la lógica de su misterio pascual, ponerse en camino con Él para hacer de la propia vida un don de amor para los demás, en dócil obediencia a la voluntad de Dios, con una actitud de desapego de las cosas mundanas y de libertad interior. Es necesario, en otras palabras, estar dispuestos a "perder la propia vida" (cf. Mc 8, 35), entregándola a fin de que todos los hombres se salven: así, nos encontraremos en la felicidad eterna. El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad, ¡no lo olvidéis! El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad. Habrá siempre una cruz en medio, pruebas, pero al final nos lleva siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña, nos prometió la felicidad y nos la dará si vamos por sus caminos.

Con Pedro, Santiago y Juan subamos también nosotros hoy al monte de la Transfiguración y permanezcamos en contemplación del rostro de Jesús, para acoger su mensaje y traducirlo en nuestra vida; para que también nosotros podamos ser transfigurados por el Amor. En realidad, el amor es capaz de transfigurar todo. ¡El amor transfigura todo! ¿Creéis en esto? Que la Virgen María, que ahora invocamos con la oración del Ángelus, nos sostenga en este camino.