Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este penúltimo domingo del año litúrgico propone una parte del discurso de Jesús sobre los últimos eventos de la historia humana, orientada hacia la plena realización del Reino de Dios (cf. Mc 13, 24-32). Es un discurso que Jesús pronunció en Jerusalén, antes de su última Pascua. Contiene algunos elementos apocalípticos, como guerras, carestías, catástrofes cósmicas: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su esplendor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán» (vv. 24-25). Sin embargo, estos elementos no son la cosa esencial del mensaje. El núcleo central en torno al cual gira el discurso de Jesús es Él mismo, el misterio de su persona y de su muerte y resurrección, y su regreso al final de los tiempos.
Nuestra meta final es el encuentro con el Señor resucitado. Yo os quisiera preguntar: ¿cuántos de vosotros pensáis en esto? Habrá un día en que yo me encontraré cara a cara con el Señor. Y ésta es nuestra meta: este encuentro. Nosotros no esperamos un tiempo o un lugar, vamos al encuentro de una persona: Jesús. Por lo tanto, el problema no es «cuándo» sucederán las señales premonitorias de los últimos tiempos, sino el estar preparados para el encuentro. Y no se trata ni si quiera de saber «cómo» sucederán estas cosas, sino «cómo» debemos comportarnos, hoy, mientras las esperamos. Estamos llamados a vivir el presente, construyendo nuestro futuro con serenidad y confianza en Dios. La parábola de la higuera que germina, como símbolo del verano ya cercano, (cf. vv. 28-29), dice que la perspectiva del final no nos desvía de la vida presente, sino que nos hace mirar nuestros días con una óptica de esperanza. Es esa virtud tan difícil de vivir: la esperanza, la más pequeña de las virtudes, pero la más fuerte. Y nuestra esperanza tiene un rostro: el rostro del Señor resucitado, que viene «con gran poder y gloria» (v. 26), que manifiesta su amor crucificado, transfigurado en la resurrección. El triunfo de Jesús al final de los tiempos, será el triunfo de la Cruz; la demostración de que el sacrificio de uno mismo por amor al prójimo y a imitación de Cristo, es el único poder victorioso y el único punto fijo en medio de la confusión y tragedias del mundo.
El Señor Jesús no es sólo el punto de llegada de la peregrinación terrena, sino que es una presencia constante en nuestra vida: siempre está a nuestro lado, siempre nos acompaña; por esto cuando habla del futuro y nos impulsa hacia ese, es siempre para reconducirnos en el presente. Él se contrapone a los falsos profetas, contra los visionarios que prevén la cercanía del fin del mundo y contra el fatalismo. Él está al lado, camina con nosotros, nos quiere. Quiere sustraer a sus discípulos de cada época de la curiosidad por las fechas, las previsiones, los horóscopos, y concentra nuestra atención en el hoy de la historia. Yo tendría ganas de preguntaros –pero no respondáis, cada uno responda interiormente–: ¿cuántos de vosotros leéis el horóscopo del día? Cada uno que se responda.. Y cuando tengas de leer el horóscopo, mira a Jesús, que está contigo. Es mejor, te hará mejor. Esta presencia de Jesús nos llama a la espera y la vigilancia, que excluyen tanto la impaciencia como el adormecimiento, tanto las huidas hacia delante como el permanecer encarcelados en el momento actual y en lo mundano.
También en nuestros días no faltan las calamidades naturales y morales, y tampoco la adversidad y las desgracias de todo tipo. Todo pasa –nos recuerda el Señor–; sólo Él, su Palabra permanece como luz que guía, anima nuestros pasos y nos perdona siempre, porque está al lado nuestro. Sólo es necesario mirarlo y nos cambia el corazón. Que la Virgen María nos ayude a confiar en Jesús, el sólido fundamento de nuestra vida, y a perseverar con alegría en su amor.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Deseo expresar mi dolor por los ataques terroristas que en la noche del viernes ensangrentaron Francia, causando numerosas víctimas. Expreso mi más fraterno pésame al presidente de la República Francesa y todos los ciudadanos. Acompaño, de manera especial, a las familias de los que perdieron la vida y los heridos.
Tanta barbarie nos deja consternados y hace preguntarnos cómo el corazón del hombre pueda idear y realizar actos tan horribles, que han asolado no solamente a Francia sino al mundo entero. Ante estos hechos, no se puede no condenar la incalificable afrenta a la dignidad de la persona humana. Deseo volver a afirmar con vigor que el camino de la violencia y del odio no resuelve los problemas de la humanidad, y que utilizar el nombre de Dios para justificar este camino ¡es una blasfemia!
Os invito a uniros a mi oración: confiemos a la misericordia de Dios las víctimas indefensas de esta tragedia. Que la Virgen María, Madre de la misericordia, suscite en los corazones de todos pensamientos de sabiduría y propósitos de paz. A Ella le pedimos que proteja y vele sobre la querida nación francesa, la primera hija de la Iglesia, sobre Europa y sobre todo el mundo. Todos juntos recemos un momento en silencio y después recitamos el Ave María.