Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡feliz fiesta de la Asunción!
La página evangélica (Lc 1, 39-56) de la fiesta de hoy de la Asunción de María al cielo, describe el encuentro entre María y su prima Isabel, destacando que «se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá» (v. 39). Esos días, María corría hacia una pequeña ciudad en los alrededores de Jerusalén para encontrarse con Isabel. Hoy, sin embargo, la contemplamos en su camino hacia la Jerusalén celestial, para encontrar finalmente el rostro del Padre y volver a ver el rostro de su hijo Jesús. Muchas veces en su vida terrena había recorrido zonas montuosas, hasta la última dolorosa etapa del Calvario, asociada al misterio de la pasión de Cristo. Hoy la vemos alcanzar la montaña de Dios, «vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1) –como dice el libro del Apocalipsis– y la vemos cruzar el umbral de la patria celestial.
Ha sido la primera en creer en el Hijo de Dios, y es la primera en ser ascendida al cielo en alma y cuerpo. Fue la primera que acogió y tomó en brazos a Jesús cuando aún era un niño, es la primera en ser acogida en sus brazos para entrar en el Reino eterno del Padre. María, una humilde y sencilla joven de un pueblecito perdido de la periferia del Imperio romano, justamente porque acogió y vivió el Evangelio, fue admitida por Dios para estar en la eternidad al lado del trono de su Hijo. De este modo el Señor derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes (cf. Lc 1, 52).
La Asunción de María es un misterio grande que concierne a cada uno de nosotros, atañe a nuestro futuro. María, efectivamente, nos precede en la vía por la que se encaminan quienes, mediante el Bautismo, han unido su vida a Jesús, así como María unió a Él su propia vida. La fiesta de hoy nos hace mirar al cielo, pre-anuncia los «cielos nuevos y la tierra nueva», con la victoria de Cristo resucitado sobre la muerte y la derrota definitiva del maligno. Por tanto, la alegría de esa humilde joven de Galilea, expresada en el cántico del Magníficat, se convierte en el canto de la humanidad entera, que se complace al ver al Señor inclinarse sobre todos los hombres y mujeres, criaturas humildes, y admitirles con Él en el cielo.
El Señor se inclina sobre los humildes para elevarles, como proclama el cántico del Magníficat. Este canto de María nos lleva a pensar también en tantas situaciones dolorosas actuales, particularmente en las mujeres superadas por el peso de la vida y el drama de la violencia, en las mujeres esclavas de la prepotencia de los poderosos, en las niñas obligadas a realizar trabajos inhumanos, en las mujeres obligadas a rendirse con su cuerpo y su espíritu a la avidez de los hombres. Que para ellas llegue cuanto antes el inicio de una vida de paz, de justicia, de amor, en espera del día en el cual, finalmente, se sentirán aferradas por manos que no las humillen, sino que con ternura las levanten y conduzcan, por la senda de la vida, hasta el cielo. María, una joven, una mujer que ha sufrido tanto en su vida, nos hace pensar en estas mujeres que sufren mucho. Pidamos al Señor que Él mismo las conduzca de la mano y las lleve por la senda de la vida, liberándolas de estas esclavitudes.
Y ahora nos dirigimos con confianza a María, dulce Reina del cielo, y le pedimos: «dónanos días de paz, vigila nuestro camino, haz que veamos a tu Hijo, llenos de la alegría del cielo» (Himno de las Segundas Vísperas).
Después del Ángelus: