ÁNGELUS.
Domingo 2 de julio de 2017

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia nos presenta las últimas frases del discurso misionero del capítulo 10 del Evangelio de Mateo (cf. Mt 10, 37), con el cual Jesús instruye a los doce apóstoles en el momento en el que, por primera vez les envía en misión a las aldeas de Galilea y Judea. En esta parte final Jesús subraya dos aspectos esenciales para la vida del discípulo misionero: el primero, que su vínculo con Jesús es más fuerte que cualquier otro vínculo; el segundo, que el misionero no se lleva a sí mismo, sino a Jesús, y mediante él, el amor del Padre celestial. Estos dos aspectos están conectados, porque cuanto más está Jesús en el centro del corazón y de la vida del discípulo, más "transparente" es este discípulo ante su presencia. Van juntos, los dos.

«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí…» (Mt 10, 37), dice Jesús. El afecto de un padre, la ternura de una madre, la dulce amistad entre hermanos y hermanas, todo esto, aun siendo muy bueno y legítimo, no puede ser antepuesto a Cristo. No porque Él nos quiera sin corazón y sin gratitud, al contrario, es más, sino porque la condición del discípulo exige una relación prioritaria con el maestro. Cualquier discípulo, ya sea un laico, una laica, un sacerdote, un obispo: la relación prioritaria. Quizás la primera pregunta que debemos hacer a un cristiano es: «¿Pero tú te encuentras con Jesús? ¿Tú rezas a Jesús?». La relación. Se podría casi parafrasear el Libro del Génesis: Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a Jesucristo, y se hacen una sola cosa (cf. Gn 2, 24). Quien se deja atraer por este vínculo de amor y de vida con el Señor Jesús, se convierte en su representante, en su "embajador", sobre todo con el modo de ser, de vivir. Hasta el punto en que Jesús mismo, enviando a sus discípulos en misión, les dice: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10, 40). Es necesario que la gente pueda percibir que para ese discípulo Jesús es verdaderamente "el Señor", es verdaderamente el centro de su vida, el todo de la vida. No importa si luego, como toda persona humana, tiene sus límites y también sus errores –con tal de que tenga la humildad de reconocerlos–; lo importante es que no tenga el corazón doble –y esto es peligroso. Yo soy cristiano, soy discípulo de Jesús, soy sacerdote, soy obispo, pero tengo el corazón doble. No, esto no va.

No debe tener el corazón doble, sino el corazón simple, unido; que no tenga el pie en dos zapatos, sino que sea honesto consigo mismo y con los demás. La doblez no es cristiana. Por esto Jesús reza al Padre para que los discípulos no caigan en el espíritu del mundo. O estás con Jesús, con el espíritu de Jesús, o estás con el espíritu del mundo. Y aquí nuestra experiencia de sacerdotes nos enseña una cosa muy bonita, una cosa muy importante: es precisamente esta acogida del santo pueblo fiel de Dios, es precisamente ese «vaso de agua fresca» (Mt 10, 42) del cual habla el Señor hoy en el Evangelio, dado con fe afectuosa, ¡que te ayuda a ser un buen sacerdote! Hay una reciprocidad también en la misión: si tú dejas todo por Jesús, la gente reconoce en ti al Señor; pero al mismo tiempo te ayuda a convertirte cada día a Él, a renovarte y purificarte de los compromisos y a superar las tentaciones. Cuanto más cerca esté un sacerdote del pueblo de Dios, más se sentirá próximo a Jesús, y un sacerdote cuanto más cercano sea a Jesús, más próximo se sentirá al pueblo de Dios.

La Virgen María experimentó en primera persona qué significa amar a Jesús separándose de sí misma, dando un nuevo sentido a los vínculos familiares, a partir de la fe en Él. Con su materna intercesión, nos ayude a ser libres y felices misioneros del Evangelio.