ÁNGELUS.
I Domingo de Adviento, 3 de diciembre de 2017

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy comenzamos el camino de Adviento, que culminará en la Navidad. El Adviento es el tiempo que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, también para verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para el regreso de Cristo. Él regresará a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando haremos memoria de su venida histórica en la humildad de la condición humana; pero Él viene dentro de nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y vendrá de nuevo al final de los tiempos «para juzgar a los vivos y a los muertos». Por eso debemos estar siempre alerta y esperar al Señor con la esperanza de encontrarlo. La liturgia de hoy nos habla precisamente del sugestivo tema de la vigilia y de la espera. En el Evangelio (Mc 13, 33-37) Jesús nos exhorta a estar atentos y a vigilar para estar listos para recibirlo en el momento del regreso. Nos dice: «Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento […] No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos». (Mc 13, 33-36).

La persona que está atenta es la que, en el ruido del mundo, no se deja llevar por la distracción o la superficialidad, sino que vive de modo pleno y consciente, con una preocupación dirigida en primer lugar a los demás. Con esta actitud nos damos cuenta de las lágrimas y las necesidades del prójimo, y podemos percibir también sus capacidades y sus cualidades humanas y espirituales. La persona mira después al mundo, tratando de contrarrestar la indiferencia y la crueldad que hay en él y alegrándose de los tesoros de belleza que también existen y que deben ser custodiados. Se trata de tener una mirada de comprensión para reconocer tanto las miserias y las pobrezas de los individuos y de la sociedad, como para reconocer la riqueza escondida en las pequeñas cosas de cada día, precisamente allí donde el Señor nos ha colocado.

La persona vigilante es la que acoge la invitación a velar, es decir, a no dejarse abrumar por el sueño del desánimo, la falta de esperanza, la desilusión; y al mismo tiempo rechaza la llamada de tantas vanidades de las que está el mundo lleno y detrás de las cuales, a veces, se sacrifican tiempo y serenidad personal y familiar. Es la experiencia dolorosa del pueblo de Israel, narrada por el profeta Isaías: Dios parecía haber dejado vagar a su pueblo, fuera de sus caminos (cf. Is 63, 17), pero esto era el resultado de la infidelidad del mismo pueblo (cf. Is 64, 4b). También nosotros nos encontramos a menudo en esta situación de infidelidad a la llamada del Señor: Él nos muestra el camino bueno, el camino de la fe, el camino del amor, pero nosotros buscamos la felicidad en otra parte.

Estar atentos y vigilantes son las premisas para no seguir «vagando fuera de los caminos del Señor», perdidos en nuestros pecados y nuestras infidelidades; estar atentos y alerta, son las condiciones para permitir a Dios irrumpir en nuestras vidas, para restituirle significado y valor con su presencia llena de bondad y de ternura. Que María Santísima, modelo de espera de Dios e icono de vigilancia, nos guíe hacia su Hijo Jesús, reavivando nuestro amor por él.