Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Mc 3, 20-35) nos enseña dos tipos de incomprensión que Jesús debió afrontar: la de los escribas y la de sus propios familiares.
La primera incomprensión. Los escribas eran hombres instruidos en las Sagradas Escrituras y encargados de explicarlas al pueblo. Algunos de ellos fueron enviados desde Jerusalén a Galilea, donde la fama de Jesús comenzaba a difundirse, para desacreditarlo a los ojos de la gente: para hacer el oficio de chismoso, desacreditar al otro, quitar la autoridad, esa cosa fea. Y aquellos fueron enviados para hacer esto. Y estos escribas llegan con una acusación precisa y terrible –estos no ahorran medios, van al centro y dicen así: «Está poseído por Beelzebul y por el príncipe de los demonios expulsa los demonios» (Mc 3, 22). Es decir, el jefe de los demonios es quien le empuja a Él; que equivale a decir más o menos: «Este es un endemoniado». De hecho, Jesús sanaba a muchos enfermos y ellos quieren hacer creer que lo hacía no con el espíritu de Dios –como lo hacía Jesús–, sino con el del Maligno, con la fuerza del diablo.
Jesús reacciona con palabras fuertes y claras, no tolera esto, porque esos escribas, quizás sin darse cuenta están cayendo en el pecado más grave: negar y blasfemar el Amor de Dios que está presente y obra en Jesús. Y la blasfemia, el pecado contra el Espíritu Santo, es el único pecado imperdonable –así dice Jesús–, porque comienza desde el cierre del corazón a la misericordia de Dios que actúa en Jesús. Pero este episodio contiene una advertencia que nos sirve a todos. De hecho, puede suceder que una envidia fuerte por la bondad y por las buenas obras de una persona pueda empujar a acusarlo falsamente. Y aquí hay un verdadero veneno mortal: la malicia con la que, de un modo premeditado se quiere destruir la buena reputación del otro. ¡Que Dios nos libre de esta terrible tentación! Y si al examinar nuestra conciencia, nos damos cuenta de que esta hierba maligna está brotando dentro de nosotros, vayamos inmediatamente a confesarlo en el sacramento de la penitencia, antes de que se desarrolle y produzca sus efectos perversos, que son incurables. Estad atentos, porque este comportamiento destruye las familias, las amistades, las comunidades e incluso la sociedad.
El Evangelio de hoy también habla de otro malentendido, muy diferente con Jesús: el de sus familiares, quienes estaban preocupados porque su nueva vida itinerante les parecía una locura. (cf. Mc 3, 21). De hecho, Él se mostró tan disponible para la gente, sobre todo para los enfermos y pecadores, hasta el punto de que ya ni siquiera tenía tiempo para comer. Estaba para la gente. No tenía tiempo ni siquiera para comer. Sus familiares, por lo tanto, decidieron llevarlo de nuevo a Nazaret, a casa. Llegan al lugar donde Jesús está predicando y lo mandan llamar. Le dicen: «He aquí, tu madre, tus hermanos y hermanas están afuera y te buscan» (Mc 3, 32) y Él responde: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» y mirando a las personas que le rodeaban para escucharlo, añade: «¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque quien cumpla la voluntad de Dios, es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 33-34). Jesús ha formado una nueva familia, que ya no se basa en vínculos naturales, sino en la fe en Él, en su amor que nos acoge y nos une entre nosotros, en el Espíritu Santo. Todos aquellos que acogen la palabra de Jesús son hijos de Dios y hermanos entre ellos. Acoger la palabra de Jesús nos hace hermanos entre nosotros y nos hace ser la familia de Jesús. Hablar mal de los demás, destruir la fama de los demás nos vuelve la familia del diablo.
Aquella respuesta de Jesús no es una falta de respeto por su madre y sus familiares. Más bien, para María es el mayor reconocimiento, porque precisamente ella es la perfecta discípula que ha obedecido en todo a la voluntad de Dios. Que nos ayude la Virgen Madre a vivir siempre en comunión con Jesús, reconociendo la obra del Espíritu Santo que actúa en Él y en la Iglesia, regenerando el mundo a una vida nueva.