”Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página evangélica del día (cf. Mc 6, 1-6) presenta a Jesús cuando vuelve a Nazaret y un sábado comienza a enseñar en la sinagoga. Desde que había salido de Nazaret y comenzó a predicar por las aldeas y los pueblos vecinos, no había vuelto a poner un pie en su patria.
Ha vuelto. Por lo tanto, irá todo el vecindario a escuchar a aquel hijo del pueblo cuya fama de sabio maestro y de poder sanador se difundía por toda la Galilea y más allá. Pero lo que podría considerarse como un éxito, se transformó en un clamoroso rechazo, hasta el punto que Jesús no pudo hacer ningún prodigio, tan solo algunas curaciones (cf. Mc 6, 5).
La dinámica de aquel día está reconstruida al detalle por el evangelista Marcos: la gente de Nazaret primero escucha y se queda asombrada; luego se pregunta perpleja: «¿de dónde vienen estas cosas?», ¿esta sabiduría?, y finalmente se escandaliza, reconociendo en Él al carpintero, el hijo de María, a quien vieron crecer (Mc 6, 2-3).
Por eso, Jesús concluye con la expresión que se ha convertido en proverbial: «un profeta solo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio» (Mc 6, 4). Nos preguntamos: ¿Por qué los compatriotas de Jesús pasan de la maravilla a la incredulidad? Hacen una comparación entre el origen humilde de Jesús y sus capacidades actuales: es carpintero, no ha estudiado, sin embargo, predica mejor que los escribas y hace milagros.
Y en vez de abrirse a la realidad, se escandalizan: ¡Dios es demasiado grande para rebajarse a hablar a través de un hombre tan simple! Es el escándalo de la encarnación: el evento desconcertante de un Dios hecho carne, que piensa con una mente de hombre, trabaja y actúa con manos de hombre, ama con un corazón de hombre, un Dios que lucha, come y duerme como cada uno de nosotros.
El Hijo de Dios da la vuelta a cada esquema humano: nos son los discípulos quienes lavaron los pies al Señor, sino que es el Señor quien lavó los pies a los discípulos (cf. Jn 13, 1-20). Este es un motivo de escándalo y de incredulidad no solo en aquella época, sino en cada época, también hoy. El cambio hecho por Jesús compromete a sus discípulos de ayer y de hoy a una verificación personal y comunitaria. También en nuestros días, de hecho, puede pasar que se alimenten prejuicios que nos impiden captar la realidad. Pero el Señor nos invita a asumir una actitud de escucha humilde y de espera dócil, porque la gracia de Dios a menudo se nos presenta de maneras sorprendentes, que no se corresponden con nuestras expectativas. Pensemos juntos en la Madre Teresa di Calcuta, por ejemplo. Una hermana pequeña –nadie daba diez liras por ella– que iba por las calles recogiendo moribundos para que tuvieran una muerte digna. Esta pequeña hermana, con la oración y con su obra hizo maravillas. La pequeñez de una mujer revolucionó la obra de la caridad en la Iglesia. Es un ejemplo de nuestros días. Dios no se ajusta a los prejuicios. Debemos esforzarnos en abrir el corazón y la mente, para acoger la realidad divina que viene a nuestro encuentro. Se trata de tener fe: la falta de fe es un obstáculo para la gracia de Dios.
Muchos bautizados viven como si Cristo no existiera: se repiten los gestos y signos de fe, pero no corresponden a una verdadera adhesión a la persona de Jesús y a su Evangelio. Cada cristiano –todos nosotros, cada uno de nosotros– está llamado a profundizar en esta pertenencia fundamental, tratando de testimoniarla con una conducta coherente de vida, cuyo hilo conductor será la caridad. Pidamos al Señor, que por intercesión de la Virgen María, deshaga la dureza de los corazones y la estrechez de las mentes, para que estemos abiertos a su gracia, a su verdad y a su misión de bondad y misericordia, dirigida a todos, sin exclusión.