Miércoles, 15 de agosto de 2018.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la solemnidad de hoy de la Asunción de la Beata Virgen María, el pueblo santo y fiel de Dios expresa con alegría su veneración por la Virgen Madre. Lo hace en la liturgia común y también con mil formas diferentes de piedad; y así la profecía de María misma se hace realidad: «desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48). Porque el Señor ha puesto los ojos en la humildad de su esclava.
La asunción en cielo, en alma y en cuerpo es un privilegio divino dado a la Santa Madre de Dios por su particular unión con Jesús. Se trata de una unión corporal y espiritual, iniciada desde la Anunciación y madurada en toda la vida de María a través de su participación singular en el misterio del Hijo. María siempre iba con el Hijo: iba detrás de Jesús y por eso nosotros decimos que fue la primera discípula.
La existencia de la Virgen se desarrolló como la de una mujer común de su tiempo: rezaba, gestionaba la familia y la casa, frecuentaba la sinagoga… Pero cada acción diaria la hacía siempre en unión total con Jesús. Y sobre el Calvario esta unión alcanzó la cumbre en el amor, en la compasión y en el sufrimiento del corazón. Por eso Dios le donó una participación plena en la resurrección de Jesús. El cuerpo de la Santa Madre fue preservado de la corrupción, como el del hijo.
La Iglesia hoy nos invita a contemplar este misterio: este nos muestra que Dios quiere salvar al hombre por completo, alma y cuerpo. Jesús resucitó con el cuerpo que había asumido de María; y subió al Padre con su humanidad transfigurada. Con el cuerpo, un cuerpo como el nuestro, pero transfigurado.
La asunción de María, criatura humana, nos da la confirmación de nuestro destino glorioso. Los filósofos griegos ya habían entendido que el alma del hombre está destinada a la felicidad después de la muerte. Sin embargo, despreciaban el cuerpo –considerado prisión del alma– y no concebían que Dios hubiera dispuesto que también el cuerpo del hombre estuviera unido al alma en la beatitud celestial. Nuestro cuerpo, transfigurado, estará allí. Esto –la «resurrección de la carne»– es un elemento propio de la revelación cristiana, una piedra angular de nuestra fe.
La realidad estupenda de la Asunción de María manifiesta y confirma la unidad de la persona humana y nos recuerda que estamos llamados a servir y glorificar a Dios con todo nuestro ser, alma y cuerpo. Servir a Dios solamente con el cuerpo sería una acción de esclavos; servirlo solo con el alma estaría en contraste con nuestra naturaleza humana. Un gran padre de la Iglesia, hacia el año 220, san Ireneo, afirma que «la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios» (Contra las herejías, IV, 20, 7). Si hubiéramos vivido así, en el alegre servicio a Dios, que se expresa también en un generoso servicio a los hermanos, nuestro destino, en el día de la resurrección, será similar al de nuestra Madre celestial. Entonces se nos dará la oportunidad de realizar plenamente la exhortación del apóstol Pablo: «Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1Co 6, 20) y lo glorificaremos para siempre en el cielo.
Recemos a María para que, con su intercesión maternal, nos ayude a vivir nuestro día a día con la esperanza de poder alcanzarla algún día, con todos los santos y nuestros seres queridos, todos en el paraíso.