ÁNGELUS.
Jueves, 1 de noviembre de 2018

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz fiesta!

La primera lectura de hoy, del Libro del Apocalipsis, nos habla del cielo y nos coloca ante «una muchedumbre inmensa», que nadie podía contar, «de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7, 9). Son los santos. ¿Qué hacen «allá arriba»? Cantan juntos, alaban a Dios con alegría. Sería hermoso escuchar su canto … Pero podemos imaginarlo: ¿sabéis cuándo? Durante la misa, cuando cantamos «Santo, santo, santo el Señor, Dios del universo …». Es un himno, dice la Biblia, que viene del cielo, que se canta allí (cf. Is 6, 3, Ap 4, 8), un himno de alabanza. Entonces, cantando el «Santo», no solo pensamos en los santos, sino que hacemos lo que ellos hacen: en ese momento, en la misa, nos unimos a ellos más que nunca.

Y estamos unidos a todos los santos: no solo a los más conocidos, del calendario, sino también a los «de la puerta de al lado», a los miembros de nuestra familia y conocidos que ahora forman parte de esa inmensa multitud. Hoy, pues, es una fiesta familiar. Los santos están cerca de nosotros, de hecho, son nuestros verdaderos hermanos y hermanas. Nos entienden, nos aman, saben lo que es nuestro verdadero bien, nos ayudan y nos esperan. Son felices y nos quieren felices con ellos en el paraíso.

Por este motivo, nos invitan al camino de la felicidad, indicado en el Evangelio de hoy, tan hermoso y conocido: «Bienaventurados los pobres de espíritu […] Bienaventurados los mansos, Bienaventurados los limpios de corazón…» (cf. Mt 5, 3-8). El Evangelio dice bienaventurados los pobres, mientras que el mundo dice bienaventurados los ricos. El Evangelio dice bienaventurados los mansos, mientras que el mundo dice bienaventurados los prepotentes. El Evangelio dice bienaventurados los puros, mientras que el mundo dice bienaventurados los astutos y los vividores. Este camino de la bienaventuranza, de la santidad, parece conducir al fracaso. Y, sin embargo, –la primera lectura nos lo recuerda de nuevo– los santos tienen «palmas en sus manos» (Ap 7, 9), es decir, los símbolos de la victoria. Han ganado ellos, no el mundo. Y nos exhortan a elegir su parte, la de Dios que es santo.

Preguntémonos de qué lado estamos: ¿del cielo o de la tierra? ¿Vivimos para el Señor o para nosotros mismos, para la felicidad eterna o para alguna satisfacción ahora? Preguntémonos: ¿realmente queremos la santidad? ¿O nos contentamos con ser cristianos sin pena ni gloria, que creen en Dios y estiman a los demás pero sin exagerar? El Señor «lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados» (Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 1). En resumen, ¡o santidad o nada! Es bueno para nosotros dejarnos provocar por los santos, que no han tenido medias tintas aquí y desde allí nos «animan» para que elijamos a Dios, la humildad, la mansedumbre, la misericordia, la pureza, para que nos apasionemos por el cielo más que por la tierra.

Hoy, nuestros hermanos y hermanas no nos piden que escuchemos otra vez un bello Evangelio, sino que lo pongamos en práctica, que emprendamos el camino de las Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de seguir todos los días este camino que nos lleva al cielo, nos lleva a la familia, nos lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro futuro y celebramos aquello por lo que nacimos: nacimos para no morir nunca más, ¡nacimos para disfrutar de la felicidad de Dios! El Señor nos anima y quienquiera que tome el camino de las Bienaventuranzas dice: «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 12). ¡Que la Santa Madre de Dios, Reina de los santos, nos ayude a caminar decididos por la senda de la santidad! Que Ella, que es la Puerta del Cielo, lleve a nuestros amados difuntos a la familia celestial.