ÁNGELUS
Domingo, 30 de junio de 2019

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy (cf. Lc 9, 51-62), san Lucas comienza el relato del último viaje de Jesús a Jerusalén, que terminará en el capítulo 19. Es una larga marcha no sólo geográfica sino espiritual y teológica hacia el cumplimiento de la misión del Mesías. La decisión de Jesús es radical y total, y los que le siguen están llamados a medirse con ella. El evangelista nos presenta hoy a tres personajes –tres casos de vocación, podríamos decir– que ponen de relieve lo que se pide a quien quiere seguir a Jesús hasta el final, totalmente.

El primer personaje le promete: «Te seguiré adondequiera que vayas» (v. 57). ¡Generoso! Pero Jesús responde que el Hijo del Hombre, a diferencia de los zorros que tienen guaridas y los pájaros que tienen nidos, «no tiene donde reclinar la cabeza» (v. 58). La pobreza absoluta de Jesús. Jesús, en efecto, ha dejado la casa de su padre y renunciado a toda seguridad para anunciar el Reino de Dios a las ovejas perdidas de su pueblo. Así, Jesús nos indica a nosotros, sus discípulos, que nuestra misión en el mundo no puede ser estática, sino que es itinerante. El cristiano es un itinerante. La Iglesia por su naturaleza está en movimiento, no es sedentaria y no se queda tranquila en su propio recinto. Está abierta a los horizontes más amplios, enviada –¡la Iglesia es enviada!– a llevar el Evangelio a los caminos y llegar a las periferias humanas y existenciales. Este es el primer personaje.

El segundo personaje con el que Jesús se encuentra recibe la llamada directamente de Él, pero responde: «Señor, déjame que vaya primero a enterrar a mi padre» (v. 59). Es una petición legítima, basada en el mandamiento de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12). Sin embargo, Jesús contesta: «Deja que los muertos entierren a sus muertos» (v. 60). Con estas palabras, deliberadamente provocadoras, tiene la intención de reafirmar la primacía del seguimiento y la proclamación del Reino de Dios, incluso por encima de las realidades más importantes, como la familia. La urgencia de comunicar el Evangelio, que rompe la cadena de la muerte e inaugura la vida eterna, no admite retrasos, sino que requiere inmediatez y disponibilidad. Por lo tanto, la Iglesia es itinerante, y aquí la Iglesia es decidida, actúa con prontitud, en el momento, sin esperar.

El tercer personaje también quiere seguir a Jesús pero con una condición, lo hará después de haber ido a despedirse de sus parientes. Y esto es lo que se escucha decir del Maestro: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, es apto para el Reino de Dios» (v. 62). Seguir a Jesús excluye las nostalgias y las miradas hacia atrás, pero requiere la virtud de la decisión.

La Iglesia para seguir a Jesús es itinerante, actúa con prontitud, deprisa y decidida. El valor de estas tres condiciones puestas por Jesús –itinerancia, prontitud y decisión– no radica en una serie de "noes" a las cosas buenas e importantes de la vida. El acento, más bien, hay que ponerlo en el objetivo principal: ¡convertirse en discípulo de Cristo! Una elección libre y consciente, hecha por amor, para corresponder a la gracia inestimable de Dios, y no un modo de promoverse a sí mismo. ¡Esto es triste! Ay de los que piensan seguir a Jesús para promoverse, es decir, para hacer carrera, para sentirse importantes o adquirir un puesto de prestigio. Jesús nos quiere apasionados de él y del Evangelio. Una pasión del corazón que se traduce en gestos concretos de proximidad, de cercanía a los hermanos más necesitados de acogida y cuidados. Precisamente como vivió Él.

¡Que la Virgen María, icono de la Iglesia en camino, nos ayude a seguir con alegría al Señor Jesús y anunciar a nuestros hermanos y hermanas, con renovado amor, la Buena Nueva de la salvación!