Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Lc 13, 22-30) nos presenta a Jesús, que pasa enseñando por ciudades y pueblos, en su camino hacia Jerusalén, donde sabe que debe morir en la cruz por la salvación de todos nosotros. En este contexto, se inserta la pregunta de un hombre que se dirige a él y le dice: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (v. 23). La cuestión se debatía en aquel momento –cuántos se salvan, cuántos no…– y había diferentes maneras de interpretar las Escrituras a este respecto, dependiendo de los textos que tomaron. Pero Jesús invierte la pregunta, que se centra más en la cantidad, es decir, «¿son pocos?» y en su lugar coloca la respuesta en el nivel de responsabilidad, invitándonos a usar bien el tiempo presente. En efecto, dice: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán» (v. 24). Con estas palabras, Jesús deja claro que no se trata de una cuestión de número, ¡no hay «un número cerrado» en el Paraíso! Sino que se trata de cruzar el paso correcto desde ahora, y este paso correcto es para todos, pero es estrecho. Este es el problema. Jesús no quiere engañarnos diciendo: «Sí, tranquilos, la cosa es fácil, hay una hermosa carretera y en el fondo una gran puerta». No nos dice esto: nos habla de la puerta estrecha. Nos dice las cosas como son: el paso es estrecho. ¿En qué sentido? En el sentido de que para salvarse uno debe amar a Dios y al prójimo, ¡y esto no es cómodo! Es una «puerta estrecha» porque es exigente, el amor es siempre exigente, requiere compromiso, más aún, «esfuerzo», es decir, voluntad firme y perseverante de vivir según el Evangelio. San Pablo lo llama «el buen combate de la fe» (1Tm 6, 12). Se necesita el esfuerzo de cada día, de todo el día para amar a Dios y al prójimo. Y, para explicarse mejor, Jesús cuenta una parábola. Hay un cabeza de familia que representa al Señor. Su casa simboliza la vida eterna, es decir, la salvación. Y aquí vuelve la imagen de la puerta. Jesús dice: «Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estáis fuera a llamar a la puerta, diciendo: "¡Señor, ábrenos!" Y os responderá: "No sé de dónde sois"» Estas personas tratarán de ser reconocidas, recordando al dueño de la casa: «Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas». «Yo estaba allí cuando diste esa conferencia…». Pero el Señor repetirá que no los conoce y los llama "obradores de la injusticia". Este es el problema! El Señor no nos reconocerá por nuestros títulos –«Pero mira, Señor, que yo pertenecía a esa asociación, que era amigo de tal monseñor, tal cardenal, tal sacerdote…». No, los títulos no cuentan, no cuentan. El Señor nos reconocerá sólo por una vida humilde, una vida buena, una vida de fe que se traduce en obras. Y para nosotros, los cristianos, esto significa que estamos llamados a establecer una verdadera comunión con Jesús, orando, yendo a la iglesia, acercándonos a los Sacramentos y nutriéndonos con su Palabra. Esto nos mantiene en la fe, alimenta nuestra esperanza, reaviva la caridad. Y así, con la gracia de Dios, podemos y debemos gastar nuestras vidas por el bien de nuestros hermanos y hermanas, luchando contra todas las formas de maldad e injusticia. Que nos ayude en esto la Virgen María. Ella ha pasado por la puerta estrecha que es Jesús. Ella lo acogió con todo su corazón y lo siguió todos los días de su vida, incluso cuando ella no lo entendía, aun cuando una espada atravesaba su alma. Por eso la invocamos como la «Puerta del Cielo»: María, la Puerta del Cielo; una puerta que replica exactamente la forma de Jesús: la puerta del corazón de Dios, un corazón exigente, pero abierto a todos nosotros.