Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La solemnidad de hoy de Todos los Santos nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad. Los Santos y las Santas de todos los tiempos, que hoy celebramos todos juntos, no son simplemente símbolos, seres humanos lejanos, inalcanzables. Al contrario, son personas que han vivido con los pies en la tierra; que han experimentado la fatiga cotidiana de la existencia con sus éxitos y sus fracasos, encontrando en el Señor la fuerza de volver a levantarse siempre y continuar el camino. De ahí podemos comprender que la santidad es una meta que no se puede alcanzar sólo con las propias fuerzas, sino que es fruto de la gracia de Dios y de nuestra libre respuesta a ella. Por lo tanto, la santidad es un don y una llamada. Como gracia de Dios, es decir, don suyo, es algo que no podemos comprar ni cambiar, sino acoger, participando así en la misma vida divina por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. La semilla de la santidad es precisamente el Bautismo. Se trata de madurar cada vez más la conciencia de que estamos injertados en Cristo, ya que el sarmiento está unido a la vid, y por eso podemos y debemos vivir con Él y en Él como hijos de Dios. Así que la santidad es vivir en plena comunión con Dios, ya ahora, durante esta peregrinación terrenal.
Pero la santidad, además de un don, es también una llamada, es una vocación común de todos nosotros cristianos, de los discípulos de Cristo; es el camino de plenitud que todo cristiano está llamado a recorrer en la fe, procediendo hacia la meta final: la comunión definitiva con Dios en la vida eterna. La santidad se convierte así en respuesta al don de Dios, porque se manifiesta como una asunción de responsabilidad. Desde este punto de vista, es importante asumir un compromiso cotidiano de santificación en las condiciones, en los deberes y en las circunstancias de nuestra vida, tratando de vivir cada cosa con amor, con caridad.
Los santos que hoy celebramos en la liturgia son hermanos y hermanas que admitieron en su vida la necesidad de esta luz divina, abandonándose a ella con confianza. Y ahora, frente al trono de Dios (cf. Ap 7, 15), cantan su gloria en la eternidad. Estos constituyen la "Ciudad santa", a la que miramos con esperanza, como a nuestra meta definitiva, mientras somos peregrinos en esta "ciudad terrenal". Caminamos hacia esa "ciudad santa", donde nos esperan esos hermanos y hermanas santos. Es cierto, nosotros estamos fatigados por la dureza del camino, pero la esperanza nos da la fuerza para continuar hacia adelante. Mirando su vida, estamos incitados a imitarlos. Entre ellos hay muchos testimonios de una santidad «de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 7).
Hermanos y hermanas, el recuerdo de los Santos nos induce a elevar los ojos hacia el Cielo: no para olvidar las realidades de la tierra, sino para afrontarlas con más valor, con más esperanza. Que nos acompañe, con su intercesión maternal, María, nuestra Madre santísima, señal de consolación y de segura esperanza.