Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ayer el Evangelio hablaba de Jesús como «luz verdadera» que viene al mundo, luz que «brilla en las tinieblas» y que «las tinieblas no la vencieron» (Jn 1, 9.5). Hoy vemos al testigo de Jesús, san Esteban, que brilla en las tinieblas. Los testigos brillan con la luz de Jesús, no tienen luz propia. La Iglesia tampoco tiene luz propia; por eso los antiguos padres llamaron a la Iglesia "el misterio de la luna". Al igual que la luna no tiene luz propia, los testigos no tienen luz propia, son capaces de tomar la luz de Jesús y reflejarla. Esteban es acusado falsamente y lapidado brutalmente, pero en las tinieblas del odio, en el tormento de la lapidación, hace brillar la luz de Jesús: reza por los que le están matando y los perdona, como Jesús en la cruz. Es el primer mártir, es decir, el primer testigo, el primero de una gran multitud de hermanos y hermanas que, hasta hoy, siguen llevando luz a las tinieblas: personas que responden al mal con el bien, que no ceden a la violencia y la mentira, sino que rompen la espiral del odio con la mansedumbre del amor. Estos testigos iluminan el alba de Dios en las noches del mundo.
Pero, ¿cómo se convierte uno en testigo? Imitando a Jesús, tomando luz de Jesús. Este es el camino para todo cristiano: imitar a Jesús, tomar la luz de Jesús. San Esteban nos da el ejemplo: Jesús había venido para servir y no para ser servido (cf. Mc 10, 45), y él vive para servir y no para ser servido, y viene para servir: Esteban fue elegido diácono, se hace diácono, es decir, servidor, y sirve a los pobres en las mesas (cf. Hch 6, 2). Trata de imitar al Señor todos los días y lo hace hasta el final: al igual que Jesús es capturado, condenado y asesinado fuera de la ciudad y, como Jesús, reza y perdona. Dice mientras le apedreaban: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado » (7, 60). Esteban es testigo porque imita a Jesús.
Sin embargo, podría surgir una pregunta: ¿hacen falta realmente estos testimonios de bondad cuando en el mundo se propaga la maldad? ¿Para qué sirve rezar y perdonar? ¿Solo para dar un buen ejemplo? ¿Para qué sirve esto? No, es mucho más. Lo descubrimos por un detalle. Entre aquellos por los que Esteban rezaba y a los que perdonaban había, dice el texto, «un joven, llamado Saulo» (v. 58), que «aprobaba su muerte» (8, 1). Poco después, por la gracia de Dios, Saulo se convierte, recibe la luz de Jesús, la acepta, se convierte y deviene Pablo, el más grande misionero de la historia. Pablo nace precisamente por la gracia de Dios, pero a través del perdón de Esteban, a través del testimonio de Esteban. Esta es la semilla de su conversión. Es una prueba de que los gestos de amor cambian la historia: incluso los pequeños, ocultos, cotidianos. Porque Dios guía la historia a través del humilde valor de quien reza, ama y perdona. Muchos santos ocultos, los santos de la puerta de al lado, testigos ocultos de vida, cambian la historia con pequeños gestos de amor.
Ser testigos de Jesús es válido también para nosotros. El Señor quiere que hagamos de la vida una obra extraordinaria a través de los gestos comunes, los gestos de todos los días. En el lugar donde vivimos, en familia, en el trabajo, en todas partes, estamos llamados a ser testigos de Jesús, aunque solo sea regalando la luz de una sonrisa, luz que no es nuestra: es de Jesús, e incluso solo huyendo de las sombras de las habladurías y los chismes. Y, si vemos algo que no va bien, en lugar de criticar, chismorrear y quejarnos, recemos por quienes se equivocaron y por esa difícil situación. Y cuando surja una discusión en casa, en lugar de intentar prevalecer, intentemos resolver; y empezar de nuevo cada vez, perdonando a quien ofende. Pequeñas cosas, pero cambian la historia, porque abren la puerta, abren la ventana a la luz de Jesús. San Esteban, mientras recibía las piedras del odio, devolvía palabras de perdón. Así cambió la historia. También nosotros podemos transformar el mal en bien todos los días, como sugiere un hermoso proverbio que dice: «Haz como la palmera, le tiran piedras y deja caer dátiles».
Recemos hoy por los que sufren persecución por el nombre de Jesús. Lamentablemente son muchos. Más que en los primeros tiempos de la Iglesia. Encomendemos a la Virgen María estos hermanos y hermanas nuestros, que responden a la opresión con mansedumbre y, como verdaderos testigos de Jesús, vencen el mal con el bien.