Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy presenta a Jesús que cura a un sordomudo. Lo que llama la atención en el relato es la forma en que el Señor realiza este signo milagroso. Y lo hace así: aparta de la gente al sordomudo, le mete los dedos en los oídos y le toca la lengua con su saliva, luego mira al cielo, suspira y dice: «Effatá», es decir, «¡Ábrete!» (cf. Mc 7, 33-34). En otras curaciones, de enfermedades igualmente graves, como la parálisis o la lepra, Jesús no hace tantos gestos. ¿Por qué hace todo esto ahora, cuando sólo le habían pedido que impusiera su mano sobre el enfermo (cf. v. 32)? ¿Por qué hace estos gestos? Quizás porque la condición de esa persona tiene un valor simbólico particular. Ser sordomudo es una enfermedad, pero también es un símbolo. Y este símbolo tiene algo que decirnos a todos. ¿De qué se trata? Se trata de la sordera. Ese hombre no podía hablar porque no podía oír. Jesús, de hecho, para curar la causa de su malestar, primero le pone los dedos en los oídos, luego en la boca, pero antes en los oídos.
Todos tenemos oídos, pero muchas veces no somos capaces de escuchar. ¿Por qué? Hermanos y hermanas, hay de hecho una sordera interior, que hoy podemos pedir a Jesús que toque y sane. Y esta sordera interior es peor que la física, porque es la sordera del corazón. Atrapados por las prisas, por mil cosas que decir y hacer, no encontramos tiempo para detenernos a escuchar a quien nos habla. Corremos el riesgo de volvernos impermeables a todo y de no dar cabida a quienes necesitan ser escuchados: pienso en los hijos, en los jóvenes, en los ancianos, en muchos que no necesitan tanto palabras y sermones, sino ser escuchados. Preguntémonos: ¿cómo va mi escucha? ¿Me dejo tocar por la vida de las personas, sé dedicar tiempo a los que están cerca de mí para escuchar? Esto es para todos nosotros, pero de manera especial para los curas, para los sacerdotes. El sacerdote debe escuchar a la gente, no tener prisa, escuchar…, y ver cómo puede ayudar, pero después de escuchar. Y todos nosotros: primero escuchar, luego responder. Pensemos en la vida familiar: ¡cuántas veces se habla sin escuchar primero, repitiendo los propios estribillos que son siempre iguales! Incapaces de escuchar, siempre decimos las mismas cosas, o no dejamos que el otro termine de hablar, de expresarse, y lo interrumpimos. La reanudación de un diálogo, a menudo, no se da mediante las palabras, sino mediante el silencio, por el hecho de no obstinarse y volver a empezar pacientemente a escuchar a la otra persona, escuchar sus agobios, lo que lleva dentro. La curación del corazón comienza con la escucha. Escuchar. Y esto restablece el corazón. "Pero padre, hay gente aburrida que siempre dice lo mismo…". Escúchalos. Y luego, cuando terminen de hablar, di la tuya, pero escucha todo.
Y lo mismo ocurre con el Señor. Hacemos bien en inundarle con peticiones, pero haríamos mejor si primero lo escucháramos. Jesús lo pide. En el Evangelio, cuando le preguntan cuál es el primer mandamiento, responde: «Escucha, Israel». Luego añade el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón […] y a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 28-31). Pero en primer lugar: "Escucha, Israel". Escucha, tú. ¿Nos acordamos de escuchar al Señor? Somos cristianos, pero quizás, entre las miles de palabras que escuchamos cada día, no encontramos unos segundos para dejar que resuenen en nosotros algunas palabras del Evangelio. Jesús es la Palabra: si no nos detenemos a escucharlo, pasa de largo. Si no nos detenemos a escuchar a Jesús, pasa de largo. Decía san Agustín: "Tengo miedo del Señor cuando pasa". Y el miedo era dejarlo pasar sin escucharlo. Pero si dedicamos tiempo al Evangelio, encontraremos un secreto para nuestra salud espiritual. He aquí la medicina: cada día un poco de silencio y de escucha, algunas palabras inútiles de menos y algunas palabras más de Dios. Siempre con el Evangelio en el bolsillo, que ayuda mucho. Escuchemos hoy, como el día de nuestro bautismo, las palabras de Jesús: ¡"Effatá, ábrete"! Ábrete los oídos. Jesús, deseo abrirme a tu Palabra, Jesús abrirme a tu escucha; Jesús sana mi corazón de la cerrazón, Jesús sana mi corazón de la prisa, Jesús sana mi corazón de la impaciencia.
Que la Virgen María, abierta a la escucha de la Palabra, que en ella se hizo carne, nos ayude cada día a escuchar a su Hijo en el Evangelio y a nuestros hermanos y hermanas con un corazón dócil, con corazón paciente y con corazón atento.