Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de este segundo domingo de Cuaresma narra la Transfiguración de Jesús (cf. Lc 9, 28-36). Mientras rezaba en un monte alto, Jesús cambia de aspecto, sus vestidos se vuelven blancos y resplandecientes, y en la luz de su gloria aparecen Moisés y Elías, hablando con Él de la Pascua que le espera en Jerusalén, es decir, de su pasión, muerte y resurrección.
Testigos de este extraordinario acontecimiento son los apóstoles Pedro, Juan y Santiago, que han subido al monte con Jesús. Nos los imaginamos con los ojos bien abiertos ante aquel espectáculo único. Y ciertamente habrá sido así. Pero el evangelista Lucas señala que «Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño» y que «despertándose vieron la gloria de Jesús» (cf. v. 32). El sueño de los tres discípulos parece como una nota discordante. Más tarde, estos mismos apóstoles se dormirán en Getsemaní, durante la oración angustiosa de Jesús, que les había pedido que velaran (cf. Mc 14, 37-41). Causa asombro esta somnolencia en momentos tan importantes.
Pero leyendo con atención, vemos que Pedro, Juan y Santiago se adormecen antes de que comience la Transfiguración, es decir, justo cuando Jesús está en oración. Sucederá lo mismo en Getsemaní. Evidentemente era una oración que se prolongaba, en silencio y recogimiento. Podemos pensar que al principio ellos también estaban rezando, hasta que prevaleció el cansancio, el sueño.
Hermanos, hermanas, ¿acaso no se parece este sueño fuera de lugar al sueño que nos entra en momentos que sabemos importantes? Tal vez por la tarde, cuando nos gustaría rezar, pasar un rato con Jesús después de un día de mil carreras y compromisos. O cuando es el momento de intercambiar unas palabras con la familia y ya no tienes fuerzas. Nos gustaría estar más despiertos, atentos, implicados, para no perder ocasiones únicas, pero no podemos, o lo hacemos de cualquier manera y poco.
El tiempo fuerte de la Cuaresma es una oportunidad en este sentido. Es un período en el que Dios quiere despertarnos del letargo interior, de esta somnolencia que no deja que el Espíritu se exprese. Porque –no lo olvidemos nunca– mantener el corazón despierto no depende solo de nosotros: es una gracia, y hay que pedirla. Los tres discípulos del Evangelio así lo demuestran: eran buenos, habían seguido a Jesús al monte, pero solo con sus fuerzas no conseguían mantenerse despiertos. Nos sucede también a nosotros. Pero se despiertan justo durante la Transfiguración. Podemos pensar que fue la luz de Jesús la que los despertó. Como ellos, también nosotros necesitamos la luz de Dios, que nos hace ver las cosas de otra manera; nos atrae, nos despierta, reaviva el deseo y la fuerza de rezar, de mirar dentro de nosotros y dedicar tiempo a los demás. Podemos vencer la fatiga del cuerpo con la fuerza del Espíritu de Dios. Y cuando no podamos superar esto, debemos decirle al Espíritu Santo: "Ayúdanos. Ven, ven Espíritu Santo. Ayúdame: quiero encontrar a Jesús, quiero estar atento, despierto". Pedirle al Espíritu Santo que nos saque de esta somnolencia que nos impide rezar.
En este tiempo de Cuaresma, después de las fatigas de cada día, nos hará bien no apagar la luz de la habitación sin antes ponernos bajo la luz de Dios. Rezar un poco antes de dormir. Démosle al Señor la oportunidad de sorprendernos y despertar nuestro corazón. Esto lo podemos hacer, por ejemplo, abriendo el Evangelio y dejándonos asombrar por la Palabra de Dios, porque la Escritura ilumina nuestros pasos e inflama nuestro corazón. O podemos mirar el Crucifijo y maravillarnos ante el amor loco de Dios, que nunca se cansa de nosotros y tiene el poder de transfigurar nuestros días, de darles un nuevo sentido, una luz diferente, una luz inesperada.
Que la Virgen María nos ayude a mantener nuestro corazón despierto para acoger este tiempo de gracia que Dios nos ofrece.