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REGINA CAELI

Domingo, 29 de mayo de 2022

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy en Italia y en muchos países celebramos la Ascensión del Señor, es decir, su regreso al Padre. En la Liturgia, el Evangelio según Lucas narra la última aparición del Resucitado a los discípulos (cf. Lc 24, 46-53). La vida terrenal de Jesús culmina precisamente con la Ascensión, que también profesamos en el Credo: "Ha subido al cielo, está sentado a la derecha del Padre". ¿Qué significa este acontecimiento? ¿Cómo debemos entenderlo? Para responder a esta pregunta, detengámonos en dos acciones que Jesús realiza antes de subir al cielo: primero anuncia el don del Espíritu y luego bendice a los discípulos.

En primer lugar, Jesús dice a sus amigos: "Les envío al que mi Padre ha prometido" (v. 49). Está hablando del Espíritu Santo, el Consolador, el que los acompañará, los guiará, los apoyará en su misión, los defenderá en las batallas espirituales. Entonces comprendemos algo importante: Jesús no abandona a los discípulos. Sube al cielo, pero no nos deja solos. Por el contrario, precisamente al ascender al Padre asegura la efusión de su Espíritu. En otra ocasión había dicho: "Les conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes" (Jn 16, 7). El amor de Jesús por nosotros también se puede ver en esto: la suya es una presencia que no quiere restringir nuestra libertad. Al contrario, nos hace un espacio, porque el verdadero amor siempre genera una cercanía que no aplasta, no es posesivo, es cercano, pero no posesivo. Sino el verdadero amor nos hace protagonistas. Por eso, Cristo asegura: "Voy al Padre, y serán revestidos de un poder de lo alto: les enviaré mi propio Espíritu, y con su poder continuarán mi obra en el mundo" (cf. Lc 24, 49). Por eso, al subir al cielo, Jesús, en lugar de permanecer cerca de unos pocos con su cuerpo, se hace cercano a todos con su Espíritu. El Espíritu Santo hace presente a Jesús en nosotros, más allá de las barreras del tiempo y del espacio, para que seamos sus testigos en el mundo.

Inmediatamente después –es la segunda acción– Cristo levanta las manos y bendice a los apóstoles (cf. v. 50). Es un gesto sacerdotal. Dios, desde los tiempos de Aarón, había confiado a los sacerdotes la tarea de bendecir al pueblo (cf. Nm 6, 26). El Evangelio quiere decirnos que Jesús es el gran sacerdote de nuestra vida. Jesús sube al Padre para interceder por nosotros, para presentarle nuestra humanidad.

Así, ante los ojos del Padre, están y estarán siempre, con la humanidad de Jesús, nuestras vidas, nuestras esperanzas, nuestras heridas. Así, al hacer su "éxodo" al Cielo, Cristo "nos abre camino", va a preparar un lugar para nosotros y, desde ahora, intercede por nosotros, para que siempre estemos acompañados y bendecidos por el Padre.

Hermanos y hermanas, pensemos hoy en el don del Espíritu que hemos recibido de Jesús para ser testigos del Evangelio. Preguntémonos si realmente lo somos; y también si somos capaces de amar a los demás, dejándolos libres y dejándoles espacio. Y luego: ¿sabemos hacernos intercesores por los demás, es decir, sabemos rezar por ellos y bendecir sus vidas? ¿O servimos a los demás por nuestros propios intereses? Aprendamos esto: la oración de intercesión, intercediendo por las esperanzas y los sufrimientos del mundo, por la paz. Y bendigamos con la mirada y palabras a quienes encontramos cada día.

Ahora recemos a la Virgen, la bendita entre las mujeres, que, llena del Espíritu Santo, siempre reza e intercede por nosotros.