Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy, sexto domingo de Pascua, nos habla del Espíritu Santo, que Jesús llama Paráclito (cfr. Jn 14, 15-17). Paráclito es una palabra que proviene del griego, y que significa al mismo tiempo el que consuela y abogado. El Espíritu Santo nunca nos deja solos, está junto a nosotros, como un abogado que asiste al imputado estando a su lado. Y nos sugiere cómo defendernos de quien nos acusa. Recordemos que el gran acusador es siempre el diablo, que pone dentro de uno el deseo del pecado, los pecados, la maldad. Reflexionemos sobre estos dos aspectos: su cercanía y su ayuda contra quien nos acusa.
Su cercanía: el Espíritu Santo, dice Jesús, "permanece con vosotros y estará en vosotros" (cfr. v. 17). No nos abandona nunca. El Espíritu Santo quiere quedarse con nosotros: no es un huésped de paso que viene a hacernos una visita de cortesía. Es un compañero de vida, una presencia estable, es Espíritu y desea morar en nuestro espíritu. Es paciente y está con nosotros también cuando caemos. Se queda porque nos ama de verdad, no finge querernos para luego dejarnos solos en medio de las dificultades. No, es leal, es transparente, es auténtico.
Es más, sin nos encontramos en una situación de prueba, el Espíritu Santo nos consuela, trayéndonos el perdón y la fuerza de Dios. Y cuando nos pone ante nuestros errores y nos corrige, lo hace con suavidad: en su voz, que habla al corazón, están siempre presentes el timbre de la ternura y el calor del amor. Cierto, el Espíritu Paráclito es exigente, porque es un verdadero amigo, fiel, que no esconde nada, que nos sugiere qué cambiar y cómo crecer. Pero cuando nos corrige jamás nos humilla y nunca infunde desánimo; por el contrario, nos transmite la certeza de que con Dios podemos lograrlo, siempre. Esta es su cercanía. ¡Es una hermosa certeza!
Segundo aspecto, el Espíritu Paráclito es nuestro abogado, nos defiende. Nos defiende de quien nos acusa: de nosotros mismos cuando no nos queremos y no nos perdonamos, llegando quizá incluso a decirnos que somos unos fracasados buenos para nada; del mundo, que descarta a quien no responde a sus esquemas y sus modelos; del diablo, que es el "acusador" por excelencia (cfr. Ap 12, 10) y el que divide, y que hace todo lo posible para que nos sintamos incapaces e infelices.
Ante todos estos pensamientos acusatorios, el Espíritu Santo nos sugiere cómo responder. ¿De qué modo? El Paráclito, dice Jesús, es Aquel que nos enseña y nos recuerda todo lo que Jesús nos ha dicho (cfr. Jn 14, 26). Él nos recuerda las palabras del Evangelio, y nos permite así responder al diablo acusador no con palabras nuestras, sino con las palabras mismas del Señor. Sobre todo, nos recuerda que Jesús hablaba siempre del Padre que está en los cielos, que nos lo ha dado a conocer y nos ha revelado su amor por nosotros, que somos sus hijos. Si invocamos al Espíritu, aprenderemos a acoger y recordar la realidad más importante de la vida. ¿Y cuál es esta realidad más importante de la vida? Que somos hijos amados de Dios. Somos hijos amados de Dios: esta es la realidad más importante, y el Espíritu Santo nos la recuerda.
Hermanos y hermanas, preguntémonos hoy: ¿Invocamos al Espíritu Santo, le rezamos con frecuencia? ¡No nos olvidemos de Él, que está junto a nosotros, es más, en nuestro interior! Y asimismo, ¿prestamos atención a su voz, tanto cuando nos anima como cuando nos corrige? ¿Respondemos con las palabras de Jesús a las acusaciones del mal, a los "tribunales" de la vida? ¿Nos acordamos de que somos hijos amados de Dios? Que María nos haga dóciles a la voz del Espíritu Santo y sensibles a su presencia.