Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos el Bautismo del Señor (cfr. Mc 1, 7-1). Éste tuvo lugar en el río Jordán, donde Juan –llamado por ello "Bautista"– realiza un rito de purificación que expresa el compromiso de abandonar el pecado y convertirse. El pueblo acude a bautizarse con humildad, con sinceridad, y –como dice la liturgia– "con el alma y los pies desnudos"; Jesús también va, inaugurando su ministerio: de este modo, muestra que quiere estar cerca de los pecadores, que ha venido por ellos, por todos nosotros, que somos pecadores.
Y, precisamente ese día, suceden algunos hechos extraordinarios. Juan el Bautista dice algo insólito, reconociendo públicamente en Jesús, aparentemente igual a todos los demás, uno «más fuerte» (v. 7) que él, que «bautizará con el Espíritu Santo» (v. 8). Luego se abren los cielos, el Espíritu Santo desciende sobre Jesús como una paloma (cfr. v. 10) y desde lo alto la voz del Padre proclama: «Tú eres mi Hijo amado: en ti me complazco» (v. 11).
Todo esto, por una parte, nos revela que Jesús es el Hijo de Dios; y, por otra, nos habla de nuestro bautismo, que nos ha hecho también a nosotros hijos de Dios, porque el bautismo nos hace hijos de Dios.
En el bautismo, Dios entra en nosotros, purifica, sana nuestro corazón, nos hace hijos suyos para siempre, su pueblo, su familia, herederos del Paraíso (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1279). Y Dios se hace íntimo a nosotros y ya no se va. Por eso es importante recordar el día de nuestro bautismo, y también conocer su fecha. Yo os pregunto a todos vosotros, cada uno que lo piense: ¿recuerdas la fecha de tu bautismo? Si no la recuerdas, cuando regreses a casa pregúntala para no olvidarla nunca, porque es un nuevo cumpleaños, porque con tu bautismo naciste a la vida de la gracia. Demos gracias al Señor por el bautismo. Démosle gracias también por nuestros padres, que nos llevaron a la pila bautismal, por quien nos administró el sacramento, por el padrino, por la madrina, por la comunidad en la que lo recibimos. Festejar el propio bautismo: es un nuevo cumpleaños.
Y podemos preguntarnos: ¿soy consciente del inmenso don que llevo en mí por el bautismo? ¿Reconozco en mi vida la luz de la presencia de Dios, que me ve como su hijo amado, como su hija amada?
Y ahora, en memoria de nuestro bautismo, acojamos la presencia de Dios en nuestro interior. Podemos hacerlo con la señal de la cruz, que traza en nosotros el recuerdo de la gracia de Dios, que nos ama y desea estar con nosotros. La señal de la cruz nos recuerda esto. Hagámosla juntos: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Y no olvidéis la fecha del bautismo, que es un cumpleaños. Que María, templo del Espíritu, nos ayude a celebrar y acoger las maravillas que el Señor obra en nosotros.