Queridos hermanos y hermanos, ¡feliz domingo!
Hoy el Evangelio de la liturgia (Mc 9, 30-37) nos habla de Jesús, que anuncia lo que ocurrirá al final de su vida: «El Hijo del hombre – dice Jesús – va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (v. 31). Pero los discípulos, mientras siguen al Maestro, tienen otra cosa en la cabeza y también en los labios. Cuando Jesús les pregunta de qué estaban hablando, no responden.
Prestemos atención a este silencio: los discípulos callan porque discutían sobre quién era el más grande (cf. v. 34). Callan por vergüenza. ¡Qué contraste con las palabras del Señor! Mientras Jesús les confiaba a ellos el sentido de su vida, estos hablaban de poder. Y así ahora la vergüenza les cierra la boca, como antes el orgullo había cerrado su corazón. Y, sin embargo, Jesús responde abiertamente a sus discursos susurrados a lo largo del camino: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (cf. v. 35). ¿Quieres ser grande? Hazte pequeño, ponte al servicio de todos.
Con una palabra tan sencilla como decisiva, Jesús renueva nuestro modo de vivir. Nos enseña que el verdadero poder no está en el dominio de los más fuertes, sino en el cuidado de los más débiles. El verdadero poder es cuidar a los más débiles, ¡esto te hace grande!
He aquí por qué el Maestro llama a un niño, lo coloca entre los discípulos y lo abraza diciendo: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí» (v. 37). El niño no tiene poder: el niño tiene necesidad. Cuando cuidamos al hombre, reconocemos que el hombre siempre necesita vida.
Nosotros, todos nosotros, estamos vivos porque hemos sido acogidos, pero el poder nos hace olvidar esta verdad. ¡Tú estás vivo porque has sido acogido! Entonces nos convertimos en dominadores, no servidores, y los primeros que sufren son precisamente los últimos: los pequeños, los débiles, los pobres.
Hermanos y hermanas, ¡cuántas personas, cuántas, sufren y mueren por las luchas de poder! Son vidas que el mundo rechaza, como rechazó a Jesús, los que son excluidos y mueren… Cuando fue entregado en manos de los hombres, Él no encontró un abrazo, sino una cruz. Sin embargo, el Evangelio sigue siendo palabra viva y llena de esperanza: Aquel que fue rechazado resucitó, ¡es el Señor!
Ahora, en este hermoso domingo, podemos preguntarnos: ¿Sé reconocer el rostro de Jesús en los más pequeños? ¿Cuido del prójimo, sirviendo con generosidad? ¿Y agradezco a los que cuidan de mí?
Recemos juntos a María, para estar como ella libres de la vanagloria y preparados para servir.