AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 27 de agosto de 2014

La Iglesia es una y santa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Cada vez que renovamos nuestra profesión de fe al rezar el "Credo", afirmamos que la Iglesia es "una" y "santa". Es una, porque tiene su origen en Dios Trinidad, misterio de unidad y de comunión plena. La Iglesia también es santa, en cuanto que está fundada en Jesucristo, animada por su Santo Espíritu, llena de su amor y su salvación. Al mismo tiempo, sin embargo, es santa y está formada por pecadores, todos nosotros, pecadores, que experimentamos cada día nuestras fragilidades y nuestras miserias. Así pues, esta fe que profesamos nos impulsa a la conversión, a tener el valor de vivir cada día la unidad y la santidad, y si nosotros no estamos unidos, si no somos santos, es porque no somos fieles a Jesús. Pero Él, Jesús, no nos deja solos, no abandona a su Iglesia. Él camina con nosotros, Él nos comprende. Comprende nuestras debilidades, nuestros pecados, nos perdona, siempre que nosotros nos dejemos perdonar. Él está siempre con nosotros, ayudándonos a llegar a ser menos pecadores, más santos, más unidos.

El primer consuelo nos llega del hecho que Jesús rezó mucho por la unidad de los discípulos. Es la oración de la Última Cena, Jesús pidió con insistencia: "Padre, que todos sean uno". Rezó por la unidad, y lo hizo precisamente en la inminencia de la Pasión, cuando estaba por entregar toda su vida por nosotros. Es lo que estamos invitados continuamente a releer y meditar en una de las páginas más intensas y conmovedoras del Evangelio de Juan, el capítulo diecisiete (cf. Jn 17, 11.21-23). ¡Cuán hermoso es saber que el Señor, antes de morir, no se preocupó de sí mismo, sino que pensó en nosotros! Y en su diálogo intenso con el Padre, rezó precisamente para que lleguemos a ser una cosa sola con Él y entre nosotros. Es esto: con estas palabras, Jesús se hizo nuestro intercesor ante el Padre, para que podamos entrar también nosotros en la plena comunión de amor con Él; al mismo tiempo, le confió a cada uno de nosotros como su testamento espiritual, para que la unidad llegue a ser cada vez más la nota distintiva de nuestras comunidades y la respuesta más bella a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1P 3, 15).

"Que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21). La Iglesia ha buscado desde los comienzos realizar este propósito que tanto le interesa a Jesús. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que los primeros cristianos se distinguían por el hecho de tener "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32); el apóstol Pablo, luego, exhortaba a sus comunidades a no olvidar que son "un solo cuerpo" (1Co 12, 13). La experiencia, sin embargo, nos dice que son muchos los pecados contra la unidad. Y no pensemos sólo en los cismas, pensemos en faltas muy comunes en nuestras comunidades, en pecados "parroquiales", en los pecados de las parroquias. A veces, en efecto, nuestras parroquias, llamadas a ser lugares donde se comparte y se vive en comunión, están tristemente marcadas por envidias, celos y antipatías... Y las habladurías están al alcance de todos. ¡Cuánto se murmura en las parroquias! Esto no es bueno. Por ejemplo, cuando uno es elegido presidente de una asociación, se habla mal de él. Y si otra es elegida presidenta de la catequesis, las demás la critican. Pero esto no es la Iglesia. Esto no se debe hacer, no debemos hacerlo. Hay que pedir al Señor la gracia de no hacerlo. Esto es humano pero no es cristiano. Esto sucede cuando aspiramos a los primeros lugares; cuando nos ponemos nosotros mismos en el centro, con nuestras ambiciones personales y nuestros modos de ver las cosas, y juzgamos a los demás; cuando miramos los defectos de los hermanos, en lugar de sus dones; cuando damos más peso a lo que nos divide, en lugar de aquello que nos une...

Una vez, en la otra diócesis que tenía antes, escuché un comentario interesante y hermoso. Se hablaba de una anciana que durante toda su vida había trabajado en la parroquia, y una persona que la conocía bien, dijo: "Esta mujer nunca habló mal, jamás criticó, era siempre una sonrisa". Una mujer así puede ser canonizada mañana. Este es un buen ejemplo. Y si miramos la historia de la Iglesia, cuántas divisiones entre nosotros cristianos. Incluso ahora estamos divididos. También en la historia nosotros cristianos hemos declarado la guerra entre nosotros por divisiones teológicas. Pensemos en la de los 30 años. Pero esto no es cristiano. Tenemos que trabajar también por la unidad de todos los cristianos, ir por la senda de la unidad que es lo que Jesús quiere y por lo cual oró.

Ante todo esto, debemos hacer seriamente un examen de conciencia. En una comunidad cristiana, la división es uno de los pecados más graves, porque la convierte en signo no de la obra de Dios, sino de la obra del diablo, el cual es por definición el que separa, quien arruina las relaciones, insinúa prejuicios... La división en una comunidad cristiana, sea una escuela, una parroquia o una asociación, es un pecado gravísimo, porque es obra del diablo. Dios, en cambio, quiere que crezcamos en la capacidad de aceptarnos, de perdonarnos y querernos, para asemejarnos cada vez más a Él que es comunión y amor. En esto está la santidad de la Iglesia: identificarse a imagen de Dios, llena de su misericordia y de su gracia.

Queridos amigos, hagamos resonar en nuestro corazón estas palabras de Jesús: "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán ellos llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Pidamos sinceramente perdón por todas las veces en las que hemos sido ocasión de división o de incomprensión en el seno de nuestras comunidades, sabiendo bien que no se llega a la comunión si no es a través de una continua conversión. ¿Qué es la conversión? Es pedir al Señor la gracia de no hablar mal, no criticar, no murmurar, de querer a todos. Es una gracia que el Señor nos concede. Esto es convertir el corazón. Y pidamos que el tejido cotidiano de nuestras relaciones se convierta en un reflejo cada vez más hermoso y gozoso de la relación de Jesús con el Padre.