AUDIENCIA GENERAL.
Miércoles 8 de octubre de 2014

La plena comunión en la Iglesia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En las últimas catequesis, buscamos destacar la naturaleza y la belleza de la Iglesia, y nos preguntamos qué implica para cada uno de nosotros formar parte de este pueblo, pueblo de Dios que es la Iglesia. No debemos, sin embargo, olvidar que son muchos los hermanos que comparten con nosotros la fe en Cristo, pero que pertenecen a otras confesiones o a tradiciones diferentes de la nuestra. Muchos se han resignado a esta división –también dentro de nuestra Iglesia católica se han resignado–, que en el curso de la historia ha sido a menudo causa de conflictos y sufrimientos, también de guerras y ¡esto es una vergüenza! También hoy, las relaciones no están siempre marcadas por el respeto y la cordialidad... Pero me pregunto: nosotros, ¿cómo nos situamos ante todo esto? ¿Estamos también nosotros resignados, si no hasta indiferentes a esta división? O bien ¿creemos firmemente que se puede y se debe caminar en la dirección de la reconciliación y de la plena comunión? La plena comunión, es decir, poder participar todos juntos en el cuerpo y la sangre de Cristo.

Las divisiones entre los cristianos, mientras hieren a la Iglesia, hieren a Cristo, y nosotros divididos provocamos una herida a Cristo: la Iglesia, en efecto, es el cuerpo del cual Cristo es la cabeza. Sabemos bien cuánto interesó a Jesús que sus discípulos permanecieran unidos en su amor. Basta pensar en sus palabras referidas en el capítulo diecisiete del Evangelio de san Juan, la oración dirigida al Padre en la inminencia de su pasión: "Padre Santo guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros" (Jn 17, 11). Esta unidad era ya amenazada cuando Jesús estaba aún entre los suyos: en el Evangelio, en efecto, se recuerda que los apóstoles discutían entre ellos sobre quién era el más grande, el más importante (cf. Lc 9, 46). El Señor, sin embargo, insistió mucho en la unidad en el nombre del Padre, haciéndonos entender que nuestro anuncio y nuestro testimonio serán tanto más creíbles cuanto más nosotros primero seamos capaces de vivir en comunión y amarnos. Es lo que después sus apóstoles, con la gracia del Espíritu Santo, comprendieron profundamente y tomaron en serio, de modo que san Pablo llegará a implorar a la comunidad de Corinto con estas palabras: "Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo sentir" (1Co 1, 10).

Durante su camino en la historia, la Iglesia es tentada por el maligno, que busca dividirla, y lamentablemente ha estado marcada por separaciones graves y dolorosas. Son divisiones que a veces se han prolongado a lo largo del tiempo, hasta hoy, por lo que resulta ya difícil reconstruir todas sus motivaciones y sobre todo encontrar las posibles soluciones. Las razones que llevaron a las fracturas y a las separaciones pueden ser las más diversas: desde las divergencias sobre principios dogmáticos y morales y sobre concepciones teológicas y pastorales diferentes, los motivos políticos y de conveniencia, hasta las discusiones debidas a antipatías y ambiciones personales... Lo cierto es que, de un modo u otro, detrás de estas laceraciones está siempre la soberbia y el egoísmo, que son causa de todo desacuerdo y que nos hacen intolerantes, incapaces de escuchar y aceptar a quien tiene una visión o una postura diversa de la nuestra.

Ahora, ante todo esto, ¿hay algo que cada uno de nosotros, como miembros de la santa madre Iglesia, podemos y debemos hacer? Desde luego no debe faltar la oración, en continuidad y en comunión con la de Jesús, la oración por la unidad de los cristianos. Y junto con la oración, el Señor nos pide una apertura renovada: nos pide que no nos cerremos al diálogo y al encuentro, sino que acojamos todo lo que de válido y positivo se nos ofrece también de quien piensa diverso de nosotros o mantiene posturas diferentes. Nos pide que no fijemos la mirada sobre lo que nos divide, sino más bien sobre lo que nos une, buscando conocer mejor y amar a Jesús, y compartir la riqueza de su amor. Y esto implica concretamente la adhesión a la verdad, junto con la capacidad de perdonar, de sentirse parte de la misma familia, de considerarse un don el uno para el otro y hacer juntos muchas cosas buenas, y obras de caridad.

Es un dolor pero hay divisiones, existen cristianos divididos, estamos divididos entre nosotros. Pero todos tenemos algo en común: todos creemos en Jesucristo, el Señor. Todos creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y todos caminamos juntos, estamos en camino. ¡Ayudémonos unos a otros! Pero tú la piensas así, tú la piensas así... En todas las comunidades hay buenos teólogos, que ellos discutan, que ellos busquen la verdad teológica porque es un deber, pero nosotros caminemos juntos, orando unos por otros y haciendo obras de caridad. Y así hagamos la comunión en camino. Esto se llama ecumenismo espiritual: caminar el camino de la vida todos juntos en nuestra fe, en Jesucristo el Señor. Se dice que no se puede hablar de cosas personales, pero no resisto la tentación. Estamos hablando de comunión... comunión entre nosotros. Y hoy estoy muy agradecido al Señor porque hoy son 70 años desde que hice la Primera Comunión. Pero hacer la primera comunión todos debemos saber que significa entrar en comunión con los demás, en comunión con los hermanos de nuestra Iglesia, pero también en comunión con todos los que pertenecen a comunidades diversas pero creen en Jesús. Agradezcamos al Señor por nuestro Bautismo, agradezcamos al Señor por nuestra comunión, y para que esta comunión termine siendo de todos, juntos.

Queridos amigos, sigamos adelante entonces hacia la plena unidad. La historia nos ha separado, pero estamos en camino hacia la reconciliación y la comunión. ¡Y esto es verdad! ¡Y esto tenemos que defenderlo! Todos estamos en camino hacia la comunión. Y cuando la meta nos parezca demasiado distante, casi inalcanzable, y nos veamos sorprendidos por el desaliento, que nos anime la idea de que Dios no puede hacer oídos sordos a la voz de su propio Hijo Jesús y no atender su oración y la nuestra, para que todos los cristianos sean verdaderamente una sola cosa.