La educación de los hijos
Hoy, queridos hermanos y hermanas, quiero daros la bienvenida porque he visto entre vosotros a numerosas familias, ¡buenos días a todas las familias! Seguimos reflexionando sobre la familia. Hoy nos detenemos a reflexionar sobre una característica esencial de la familia, o sea su natural vocación a educar a los hijos para que crezcan en la responsabilidad de sí mismos y de los demás. Lo que hemos escuchado del apóstol Pablo, al inicio, es muy bonito: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo» (Col 3, 20-21). Esta es una regla sabia: el hijo educado en la escucha y obediencia a los padres, quienes no tienen que mandar de mala manera, para no desanimar a los hijos. Los hijos, en efecto, deben crecer sin desalentarse, paso a paso. Si vosotros padres decís a los hijos: «Subamos por aquella escalera» y los tomáis de la mano y paso a paso los hacéis subir, las cosas irán bien. Pero si vosotros decís: «¡Vamos, sube!» – «Pero no puedo» – «¡Sigue!», esto se llama exasperar a los hijos, pedir a los hijos lo que no son capaces de hacer. Por ello, la relación entre padres e hijos debe ser de una sabiduría y un equilibrio muy grande. Hijos, obedeced a los padres, esto quiere Dios. Y vosotros padres, no exasperéis a los hijos, pidiéndoles cosas que no pueden hacer. Y esto hay que hacerlo para que los hijos crezcan en la responsabilidad de sí mismo y de los demás.
Parecería una constatación obvia, sin embargo, incluso en nuestro tiempo, no faltan dificultades. Es difícil para los padres educar a los hijos que sólo ven por la noche, cuando regresan a casa cansados del trabajo. ¡Los que tienen la suerte de tener trabajo! Es aún más difícil para los padres separados, que cargan el peso de su condición: pobres, tuvieron dificultades, se separaron y muchas veces toman al hijo como rehén, y el papá le habla mal de la mamá y la mamá le habla mal del papá, y se hace mucho mal. A los padres separados les digo: jamás, jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge, que crezcan escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá. Para los padres separados esto es muy importante y muy difícil, pero pueden hacerlo.
Pero, sobre todo, la pregunta: ¿cómo educar? ¿Qué tradición tenemos hoy para transmitir a nuestros hijos?
Intelectuales «críticos» de todo tipo han acallado a los padres de mil formas, para defender a las jóvenes generaciones de los daños –verdaderos o presuntos– de la educación familiar. La familia ha sido acusada, entre otras cosas, de autoritarismo, favoritismo, conformismo y represión afectiva que genera conflictos.
De hecho, se ha abierto una brecha entre familia y sociedad, entre familia y escuela, el pacto educativo hoy se ha roto; y así, la alianza educativa de la sociedad con la familia ha entrado en crisis porque se ha visto socavada la confianza mutua. Los síntomas son muchos. Por ejemplo, en la escuela se han fracturado las relaciones entre los padres y los profesores. A veces hay tensiones y desconfianza mutua; y las consecuencias naturalmente recaen en los hijos. Por otra parte, se han multiplicado los así llamados «expertos», que han ocupado el papel de los padres, incluso en los aspectos más íntimos de la educación. En relación a la vida afectiva, la personalidad y el desarrollo, los derechos y los deberes, los «expertos» lo saben todo: objetivos, motivaciones, técnicas. Y los padres sólo deben escuchar, aprender y adaptarse. Privados de su papel, a menudo llegan a ser excesivamente aprensivos y posesivos con sus hijos, hasta no corregirlos nunca: «Tú no puedes corregir al hijo». Tienden a confiarlos cada vez más a los «expertos», incluso en los aspectos más delicados y personales de su vida, ubicándose ellos mismos en un rincón; y así los padres hoy corren el riesgo de autoexcluirse de la vida de sus hijos. Y esto es gravísimo. Hoy existen casos de este tipo. No digo que suceda siempre, pero se da. La maestra en la escuela reprende al niño y escribe una nota a los padres. Recuerdo una anécdota personal. Una vez, cuando estaba en cuarto grado dije una mala palabra a la maestra y la maestra, una buena mujer, mandó llamar a mi mamá. Ella fue al día siguiente, hablaron entre ellas y luego me llamaron. Y mi mamá delante de la maestra me explicó que lo que yo había hecho era algo malo, que no se debe hacer; pero mi madre lo hizo con mucha dulzura y me dijo que pidiese perdón a la maestra delante de ella. Lo hice y me quedé contento porque dije: acabó bien la historia. Pero ese era el primer capítulo. Cuando regresé a casa, comenzó el segundo capítulo... Imaginad vosotros, hoy, si la maestra hace algo por el estilo, al día siguiente se encuentra con los dos padres o uno de los dos para reprenderla, porque los «expertos» dicen que a los niños no se les debe regañar así. Han cambiado las cosas. Por lo tanto, los padres no tienen que autoexcluirse de la educación de los hijos.
Es evidente que este planteamiento no es bueno: no es armónico, no es dialógico, y en lugar de favorecer la colaboración entre la familia y las demás entidades educativas, las escuelas, los gimnasios... las enfrenta.
¿Cómo hemos llegado a esto? No cabe duda de que los padres, o más bien, ciertos modelos educativos del pasado tenían algunas limitaciones, no hay duda. Pero también es verdad que hay errores que sólo los padres están autorizados a cometer, porque pueden compensarlos de un modo que es imposible a cualquier otra persona. Por otra parte, como bien sabemos, la vida se ha vuelto tacaña con el tiempo para hablar, reflexionar, discutir. Muchos padres se ven «secuestrados» por el trabajo –papá y mamá deben trabajar– y otras preocupaciones, molestos por las nuevas exigencias de los hijos y por la complejidad de la vida actual –es así y debemos aceptarla como es–, y se encuentran como paralizados por el temor a equivocarse. El problema, sin embargo, no está sólo en hablar. Es más, un «dialoguismo» superficial no conduce a un verdadero encuentro de la mente y el corazón. Más bien preguntémonos: ¿Intentamos comprender «dónde» están los hijos realmente en su camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo? ¿Estamos convencidos de que ellos, en realidad, no esperan otra cosa?
Las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer su apoyo a la misión educativa de las familias, y lo hacen ante todo con la luz de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo recuerda la reciprocidad de los deberes entre padres e hijos: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo» (Col 3, 20-21). En la base de todo está el amor, el amor que Dios nos da, que «no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal... Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Co 13, 5-7). Incluso en las mejores familias hay que soportarse, y se necesita mucha paciencia para soportarse. Pero la vida es así. La vida no se construye en un laboratorio, se hace en la realidad. Jesús mismo pasó por la educación familiar.
También en este caso, la gracia del amor de Cristo conduce a su realización lo que está escrito en la naturaleza humana. ¡Cuántos ejemplos estupendos tenemos de padres cristianos llenos de sabiduría humana! Ellos muestran que la buena educación familiar es la columna vertebral del humanismo. Su irradiación social es el recurso que permite compensar las lagunas, las heridas, los vacíos de paternidad y maternidad que tocan a los hijos menos afortunados. Esta irradiación puede obrar auténticos milagros. Y en la Iglesia suceden cada día estos milagros.
Deseo que el Señor done a las familias cristianas la fe, la libertad y la valentía necesarias para su misión. Si la educación familiar vuelve a encontrar el orgullo de su protagonismo, muchas cosas cambiarán para mejor, para los padres inciertos y para los hijos decepcionados. Es hora de que los padres y las madres vuelvan de su exilio –porque se han autoexiliado de la educación de los hijos– y vuelvan a asumir plenamente su función educativa. Esperamos que el Señor done a los padres esta gracia: de no autoexiliarse de la educación de los hijos. Y esto sólo puede hacerlo el amor, la ternura y la paciencia.