Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La parábola evangélica que acabamos de escuchar (cf. Lc 18, 1-8) contiene una enseñanza importante: «Es preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1). Por lo tanto, no se trata de rezar alguna vez, cuando tengo ganas. No, Jesús dice que hay que «rezar siempre, sin desfallecer». Y presenta el ejemplo de la viuda y del juez.
El juez es un personaje poderoso, llamado a dar una sentencia según la Ley de Moisés. Por esto la tradición bíblica recomendaba que los jueces fuesen personas temerosas de Dios, dignas de fe, imparciales e incorruptibles (cf. Ex 18, 21). Al contrario, este juez «ni temía a Dios ni respetaba a los hombres» (Lc 18, 2). Era un juez inicuo, sin escrúpulos, que no tenía en cuenta la ley sino que hacía lo que quería, según su interés. A él se dirige una viuda para obtener justicia. Las viudas, junto con los huérfanos y los extranjeros, eran las categorías más débiles de la sociedad. Los derechos que les aseguraba la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, al ser personas solas y sin defensa, difícilmente podían hacerse valer: una pobre viuda, allí, sola, nadie la defendía, podían ignorarla, incluso no ofrecerle justicia. Así también el huérfano, así el extranjero, el inmigrante: en esa época era muy fuerte esta problemática. Ante la indiferencia del juez, la viuda recurre a su única arma: continuar insistentemente a importunarlo, presentándole su petición de justicia. Y precisamente con esta perseverancia alcanza el objetivo. El juez, en efecto, a un cierto punto la escucha, no por misericordia, ni porque la conciencia se lo impone; sencillamente admite: «Como esta viuda me causa molestia, le voy hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme» (Lc 18, 5).
De esta parábola Jesús saca una doble conclusión: si la viuda logra convencer al juez deshonesto con sus peticiones insistentes, cuánto más Dios, que es Padre bueno y justo, «hará justicia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche»; y además no «les hará esperar mucho tiempo», sino que actuará «con prontitud» (cf. Lc 18, 7-8).
Por esto Jesús exhorta a rezar «sin desfallecer». Todos experimentamos momentos de cansancio y de desaliento, sobre todo cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero Jesús nos asegura: a diferencia del juez deshonesto, Dios escucha con prontitud a sus hijos, si bien esto no significa que lo haga en los tiempos y en las formas que nosotros quisiéramos. La oración no es una varita mágica. Ella ayuda a conservar la fe en Dios, a encomendarnos a Él incluso cuando no comprendemos la voluntad. En esto, Jesús mismo –¡que oraba mucho!– es un ejemplo para nosotros. La carta a los Hebreos recuerda que «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (Lc 18, 5, 7). A primera vista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús murió en la cruz. Sin embargo, la carta a los Hebreos no se equivoca: Dios salvó de verdad a Jesús de la muerte dándole sobre ella la completa victoria, pero el camino recorrido para obtenerla pasó a través de la muerte misma. La referencia a las súplicas que Dios escuchó remiten a la oración de Jesús en Getsemaní. Asaltado por la angustia inminente, Jesús ora al Padre que lo libre del cáliz amargo de la Pasión, pero su oración está invadida por la confianza en el Padre y se entrega sin reservas a su voluntad: «Pero –dice Jesús– no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26, 39). El objeto de la oración pasa a un segundo plano; lo que importa ante todo es la relación con el Padre. He aquí lo que hace la oración: transforma el deseo y lo modela según la voluntad de Dios, sea cual fuera, porque quien reza aspira ante todo a la unión con Dios, que es Amor misericordioso.
La parábola termina con una pregunta: «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18, 8). Y con esta pregunta nos alerta a todos: no debemos renunciar a la oración incluso si no se obtiene respuesta. La oración conserva la fe, sin la oración la fe vacila. Pidamos al Señor una fe que se convierta en oración incesante, perseverante, como la da la viuda de la parábola, una fe que se nutre del deseo de su venida. Y en la oración experimentamos la compasión de Dios, que como un Padre viene al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso.