Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de su resurrección, Jesús se apareció diversas veces a los discípulos, antes de ascender a la gloria del Padre. El pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar (Lc 24, 45-48) narra una de estas apariciones, en la cual el Señor indica el contenido fundamental de la predicación que los apóstoles deberán ofrecer al mundo. Podemos sintetizarla con dos palabras: «conversión» y «perdón de los pecados». Son dos aspectos que califican la misericordia de Dios que, con amor, cuida de nosotros. Hoy tomamos en consideración la conversión.
¿Qué es la conversión? Está presente en toda la Biblia, y de manera particular en la predicación de los profetas, que invitan continuamente al pueblo a «volver al Señor» pidiéndole perdón y cambiando estilo de vida. Convertirse, según los profetas, significa cambiar de dirección y dirigirse de nuevo al Señor, basándose en la certeza de que Él nos ama y su amor es siempre fiel. Volver al Señor. Jesús ha hecho de la conversión la primera palabra de su predicación: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Es con este anuncio que Él se presenta al pueblo, pidiendo que se acoja su palabra como la última y definitiva que el Padre dirige a la humanidad (cf. Mc 12, 1-2). Respecto a la predicación de los profetas, Jesús insiste todavía más en la dimensión interior de la conversión. En esa, efectivamente, toda la persona está involucrada, con el corazón y la mente, para convertirse en una criatura nueva, una persona nueva. Cambia el corazón y uno se renueva.
Cuando Jesús llama a la conversión no se erige en juez de las personas, lo hace desde la cercanía, desde el compartir la condición humana, y por tanto de la calle, de la casa, de la mesa… La misericordia hacia quienes tenían la necesidad de cambiar de vida se realizaba con su presencia amable, para hacer partícipe a cada uno de ellos en su historia de salvación. Jesús persuadía a la gente con la amabilidad, con el amor; y con este comportamiento, Jesús llegaba a lo más profundo del corazón de las personas que se sentían atraídas por el amor de Dios e impulsadas a cambiar de vida. Por ejemplo, las conversiones de Mateo (cf. Mt 9, 9-13) y de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10) sucedieron exactamente de esta manera, porque se sintieron amados por Jesús y, a través de Él, por el Padre. La verdadera conversión se da cuando acogemos el don de la gracia; y una señal clara de su autenticidad es el hecho que nos damos cuenta de las necesidades de los hermanos y estamos preparados para salir a su encuentro.
Queridos hermanos y hermanas, ¡cuántas veces sentimos también nosotros la exigencia de un cambio que afecte a toda nuestra persona! ¡Cuántas veces nos decimos: «debo cambiar, no puedo continuar así… Mi vida, por este camino, no dará frutos, será una vida inútil y yo no seré feliz!». ¡Cuántas veces nos vienen estos pensamientos, cuántas veces!… Y Jesús, a nuestro lado, con la mano tendida nos dice: «ven, ven a mí. El trabajo lo hago yo; yo te cambiaré el corazón, yo te cambiaré la vida, yo te haré feliz». Pero nosotros, ¿creemos esto o no?; ¿creemos o no?; ¿qué pensáis vosotros?; ¿creéis en esto o no? ¡Menos aplausos y más voz!: ¿creéis o no creéis? [la gente: «¡Sí!»]. Es así. Jesús que está con nosotros nos invita a cambiar de vida. Él, con el Espíritu Santo, siembra en nosotros esa inquietud de cambiar de vida y ser un poco mejores. Sigamos entonces esta invitación del Señor y no opongamos resistencia, porque sólo si nos abrimos a su misericordia, encontraremos la verdadera vida y la verdadera alegría. Sólo debemos abrir la puerta de par en par, y Él hará el resto. Él hace todo, pero a nosotros nos corresponde abrir el corazón de par en par para que Él pueda sanarnos y hacernos seguir adelante. Os aseguro que seremos más felices. Gracias.