Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión encuentran su culminación en el perdón.
Jesús perdona: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). No sólo son palabras, porque se convierten en un acto concreto en el perdón ofrecido al «buen ladrón», que estaba junto a Él. San Lucas escribe sobre dos delincuentes crucificados con Jesús, los cuales se dirigen a Él con actitudes opuestas.
El primero le insulta, como le insultaba toda la gente, ahí, como hacen los jefes del pueblo, pero este pobre hombre, llevado por la desesperación dice: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti mismo y a nosotros!» (Lc 23, 39). Este grito atestigua la angustia del hombre ante el misterio de la muerte y la trágica conciencia de que sólo Dios puede ser la respuesta liberadora: por eso es impensable que el Mesías, el enviado de Dios, pueda estar en la cruz sin hacer nada para salvarse. Y no entendían esto. No entendían el misterio del sacrificio de Jesús. Y en cambio, Jesús nos ha salvado permaneciendo en la cruz. Todos nosotros sabemos que no es fácil «permanecer en la cruz», en nuestras pequeñas cruces de cada día. Él en esta gran cruz, con este gran sufrimiento, ha permanecido así y les ha salvado; nos ha mostrado su omnipotencia y ahí nos ha perdonado. Ahí se cumple su donación de amor y surge para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz, inocente entre dos criminales, Él testimonia que la salvación de Dios puede llegar a cualquier hombre en cualquier condición, incluso en la más negativa y dolorosa. La salvación de Dios es para todos, nadie excluido. Es un regalo para todos. Por eso el Jubileo es tiempo de gracia y de misericordia para todos, buenos y malos, para los que están sanos y los que sufren. Acordaos de la parábola que narra cuando Jesús en la fiesta de la boda del hijo de un poderoso de la tierra: cuando los invitados no quisieron ir dice a sus siervos: «Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda» (Mt 22, 9). Estamos llamados todos: buenos y malos. La Iglesia no es solamente para los buenos o para aquellos que parecen buenos o se creen buenos; la Iglesia es para todos, y además preferiblemente para los malos, porque la Iglesia es misericordia. Y este tiempo de gracia y de misericordia nos hace recordar que ¡nada nos puede separar del amor de Cristo! (cf. Rm 8, 39). A quien está postrado en una cama de hospital, a quien vive encerrado en una prisión, a los que están atrapados por las guerras, yo digo: mirad el Crucifijo; Dios está con vosotros, permanece con vosotros en la cruz y a todos se ofrece como Salvador, a todos nosotros. A vosotros que sufrís tanto digo, Jesús ha sido crucificado por vosotros, por nosotros, por todos. Dejad que la fuerza del Evangelio entre en vuestros corazones y os consuele, os dé esperanza y la íntima certeza de que nadie está excluido de su perdón. Pero vosotros podéis preguntarme: «Pero Padre dígame ¿El que ha hecho las cosas más malas durante la vida, tiene la posibilidad de ser perdonado?» – «¡Sí! Sí: ninguno está excluido del perdón de Dios. Solamente tiene que acercarse arrepentido a Jesús y con ganas de ser abrazado por Él».
Este era el primer delincuente. El otro es el llamado «buen ladrón». Sus palabras son un maravilloso modelo de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a Jesús. Primero, él se dirige a su compañero: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?» (Lc 23, 40). Así pone de relieve el punto de partida del arrepentimiento: el temor a Dios. Pero no el miedo a Dios, no: el temor filial de Dios. No es el miedo, sino ese respeto que se debe a Dios porque Él es Dios. Es un respeto filial porque Él es Padre. El buen ladrón recuerda la actitud fundamental que abre a la confianza en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Este es el respeto confiado que ayuda a dejar espacio a Dios y a encomendarse a su misericordia, incluso en la oscuridad más densa.
Después, declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su propia culpa: «Y nosotros con razón porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho» (Lc 23, 41). Jesús está ahí en la cruz para estar con los culpables: a través de esta cercanía, Él les ofrece la salvación. Lo cual es un escándalo para los jefes y para el primer ladrón, para los que estaban ahí y se burlaban de Jesús, sin embargo esto es el fundamento de su fe. Y así el buen ladrón se convierte en testigo de la Gracia; ha ocurrido lo impensable: Dios me ha amado hasta tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La fe misma de este hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucificado el amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era ladrón, era un ladrón, había robado toda su vida. Pero al final, arrepentido de lo que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y misericordioso logró robarse el cielo: ¡éste es un buen ladrón!
El buen ladrón se dirige directamente a Jesús, pidiendo su ayuda: «Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu reino» (Lc 23, 42). Le llama por nombre, «Jesús», con confianza, y así confiesa lo que este nombre indica: «el Señor salva», esto significa el nombre de «Jesús». Ese hombre pide a Jesús que se acuerde de él. ¡Cuánta ternura en esta expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de no ser abandonado, de que Dios le esté siempre cerca. De esta manera un condenado a muerte se convierte en modelo del cristiano que confía en Jesús.
Un condenado a muerte es un modelo para nosotros, un modelo para un hombre, para un cristiano que confía en Jesús; y también un modelo de la Iglesia que en la liturgia tantas veces invoca al Señor diciendo: «Acuérdate… Acuérdate… Acuérdate de tu amor…».
Mientras el buen ladrón habla del futuro: «cuando vengas con tu reino», la respuesta de Jesús no se hace esperar; habla en presente: dice «hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). En la hora de la cruz, la salvación de Cristo llega a su culmen; y su promesa al buen ladrón revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores. Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado: «la liberación a los cautivos» (Lc 4, 18); en Jericó, en la casa del público pecador Zaqueo, había declarado que «el hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 9). En la cruz, el último acto confirma la realización de este diseño salvífico. Desde el principio hasta el final Él se ha revelado Misericordia, se ha revelado encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre. Jesús es verdaderamente el rostro de la misericordia del Padre. Y el buen ladrón le ha llamado por su nombre: «Jesús». Es una invocación breve, y todos nosotros podemos hacerla durante el día muchas veces: «Jesús». «Jesús», simplemente. Hacedla durante todo el día.