Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Como sabéis, en los últimos días he realizado el viaje apostólico a Colombia. De todo corazón agradezco al Señor por este gran regalo; y deseo renovar la expresión de mi reconocimiento al señor presidente de la República, que me acogió con tanta cortesía, a los obispos colombianos que trabajaron tanto para preparar esta visita, y también al resto de autoridades del país y a cuantos han colaborado en la realización de esta visita. ¡Y un agradecimiento especial al pueblo colombiano que me acogió con tanto afecto y tanta alegría! Un pueblo alegre entre tanto sufrimiento, pero alegre; un pueblo con esperanza. Una de las cosas que me impresionó en todas las ciudades, entre la multitud, fueron los padres y las madres con niños, que levantaban a los niños para que el Papa los bendijera, pero también con orgullo enseñaban a sus hijos como diciendo: «¡Este es nuestro orgullo! Esta es nuestra esperanza». Yo pensé: un pueblo capaz de tener niños y capaz de enseñarlos con orgullo, como esperanza: este pueblo tiene futuro. Y me gustó mucho.
De un modo particular, en este viaje he sentido la continuidad con los dos Papas que visitaron Colombia antes que yo: el beato Pablo VI, en 1968 y san Juan Pablo II en el 86. Una continuidad fuertemente animada por el Espíritu Santo, que guía los pasos del pueblo de Dios por los caminos de la historia.
El lema del viaje fue «Demos el primer paso», referido al proceso de reconciliación que Colombia está viviendo para salir del medio siglo de conflicto interno, que ha sembrado sufrimiento y enemistades, causando tantas heridas, difíciles de curar. Pero con la ayuda de Dios, el camino ya ha empezado. Con mi visita he querido bendecir el esfuerzo de aquel pueblo, confirmarlo en la fe y en la esperanza y recibir su testimonio, que es una riqueza para mi ministerio y para toda la Iglesia. El testimonio de este pueblo es una riqueza para toda la Iglesia.
Colombia –como la mayor parte de los países latinoamericanos– es un país en el que las raíces cristianas son muy fuertes. Y si este hecho vuelve aún más agudo el dolor por la tragedia de la guerra que ha lacerado el país, al mismo tiempo constituye una garantía para la paz, los cimientos resistentes para su reconstrucción, la savia de su invencible esperanza. Es evidente que el maligno ha querido dividir al pueblo para destruir la obra de Dios, pero también es evidente que el amor de Cristo, su infinita Misericordia es más fuerte que el pecado y que la muerte.
Este viaje se hizo para llevar la bendición de Cristo, la bendición de la Iglesia al deseo de vida y de paz que desborda el corazón de esa nación: he podido verlo en los ojos de los miles y miles de niños y jóvenes que llenaron la plaza de Bogotá y que encontré en todas partes; esa fuerza de vida que también la naturaleza misma proclama con su exuberancia y su biodiversidad. Colombia es el segundo país del mundo en biodiversidad. En Bogotá pude encontrar a todos los obispos del país y también al comité directivo de la Conferencia Episcopal Latinoamericana. Agradezco a Dios por haber podido abrazarles y por haberles dado mi ánimo pastoral, para su misión al servicio de la Iglesia sacramento de Cristo, nuestra paz y nuestra esperanza.
La jornada dedicada de modo particular al tema de la reconciliación, momento culminante de todo el viaje, se desarrolló en Villavicencio. Durante la mañana hubo la gran celebración eucarística, con la beatificación de los mártires Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, obispo y Pedro María Ramírez Ramos, sacerdote. Por la tarde, la Liturgia especial de Reconciliación, simbólicamente orientada hacia el Cristo de Bocayá, sin brazos y sin piernas, mutilado como su pueblo.
La beatificación de los dos mártires recordó plásticamente que la paz está fundada también, y quizá sobre todo, sobre la sangre de tantos testimonios de amor, de verdad, de justicia y también de mártires verdaderos, asesinados por su fe, como los dos antes citados. Escuchar sus biografías fue conmovedor hasta las lágrimas: lágrimas de dolor y de alegría juntas. Frente a sus reliquias y a sus rostros, el santo pueblo fiel de Dios sintió fuerte su propia identidad, con dolor, pensando en las tantas, demasiadas víctimas y con alegría, por la misericordia de Dios que se extiende sobre aquellos que lo temen (cf Lc 1, 50).
«Amor y verdad se han dado cita / justicia y paz se abrazan» (Sal 85, 11), escuchamos al inicio. Este versículo del salmo contiene la profecía de lo que pasó el viernes pasado en Colombia; la profecía y la gracia de Dios para que aquel pueblo herido, pueda resurgir y caminar en una vida nueva. Estas palabras proféticas, llenas de gracia las vimos encarnadas en las historias de los testigos, que hablaron en nombre de tantos y tantos que, a partir de sus heridas, con la gracia de Cristo salieron de sí mismos y se abrieron al encuentro, al perdón, a la reconciliación.
En Medellín la perspectiva fue la de la vida cristiana como discipulado: la vocación y la misión. Cuando los cristianos se empeñan a fondo en el camino de seguir a Jesucristo, se convierten verdaderamente en sal, luz y levadura en el mundo y los frutos son abundantes. Uno de estos frutos son los Hogares, es decir, las casas donde los niños y los chicos heridos por la vida pueden encontrar una nueva familia donde son amados, acogidos, protegidos y acompañados. Y otros frutos, abundantes como racimos, son las vocaciones por la vida sacerdotal y consagrada, que he podido bendecir y animar con alegría en un inolvidable encuentro con los consagrados y sus familiares.
Y finalmente, en Cartagena, la ciudad de san Pedro Claver, apóstol de los esclavos, el «foco» estuvo sobre la promoción de la persona humana y de sus derechos fundamentales. San Pedro Claver, como más recientemente santa María Bernarda Bütler, dieron la vida por los más pobres y marginados y así mostraron la vida de la verdadera revolución, aquella evangélica, no ideológica, que libera realmente a las personas y a las sociedades de la esclavitud de ayer y, por desgracia, también de hoy. En este sentido, «dar el primer paso» –el lema del viaje– significa acercarse, inclinarse, tocar la carne del hermano herido y abandonado. Y hacerlo con Cristo, el Señor convertido en esclavo por nosotros. Gracias a Él hay esperanza, porque Él es la misericordia y la paz.
Confío de nuevo a Colombia y a su amado pueblo a la Madre, Nuestra Señora de Chiquinquirá, que pude venerar en la catedral de Bogotá. Que con la ayuda de María cada colombiano pueda dar cada día el primer paso hacia el hermano y la hermana y así construir juntos, día a día la paz en el amor, en la justicia, en la verdad.