La comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Y hoy es el primer día de primavera: ¡buena primavera! Pero, ¿qué sucede en primavera? Florecen las plantas, florecen los árboles. Yo os haré alguna pregunta. ¿Un árbol o una planta enfermos, florecen bien si están enfermos? ¡No! Un árbol, una planta que ha cortado las raíces y que no tiene raíces, ¿puede florecer? No. Pero, ¿sin raíces se puede florecer? ¡No! Y este es un mensaje: la vida cristiana debe ser una vida que debe florecer en las obras de caridad, al hacer el bien. Pero si tú no tienes raíces, no podrás florecer y, ¿la raíz quien es? ¡Jesús! Si tú no estás con Jesús, allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas tu vida con la oración y los sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Os deseo que esta primavera para vosotros sea una primavera florida, como será la Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los demás. Recordad esto, este es un verso muy hermoso de mi patria: «Lo que el árbol tiene de florecido, viene de lo que tiene de enterrado». Nunca cortéis las raíces con Jesús.
Y continuamos ahora con la catequesis sobre la santa misa. La celebración de la misa, de la que estamos recorriendo los varios momentos, está encaminada a la Comunión, es decir, a unirnos con Jesús. La comunión sacramental: no la comunión espiritual, que puedes hacerla en tu casa diciendo: «Jesús, yo quisiera recibirte espiritualmente». No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la eucaristía para nutrirnos de Cristo, que se nos da a sí mismo, tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a Él. Lo dice el Señor mismo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 56). De hecho, el gesto de Jesús que dona a sus discípulos su Cuerpo y Sangre en la última Cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.
En la misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles invitándoles a participar en el banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan desde el santo altar: «Dichosos los invitados a la Cena del Señor: he aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Inspirado en un pasaje del Apocalipsis –«Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19, 9): dice «bodas» porque Jesús es el esposo de la Iglesia– esta invitación nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad. Es una invitación que alegra y juntos empuja hacia un examen de conciencia iluminado por la fe. Si por una parte, de hecho, vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por la otra creemos que su Sangre viene «esparcida para la remisión de los pecados». Todos nosotros fuimos perdonados en el bautismo y todos nosotros somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y no os olvidéis: Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente pensando en el valor salvador de esa Sangre, san Ambrosio exclama: «Yo que peco siempre, debo siempre disponer de la medicina» (De sacramentis, 4, 28: PL 16, 446a). En esta fe, también nosotros queremos la mirada al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y lo invocamos: «oh, Señor, no soy digno de que entres en mi casa: pero una palabra bastará para sanarme». Esto lo decimos en cada Misa.
Si somos nosotros los que nos movemos en procesión para hacer la comunión, nosotros vamos hacia el altar en procesión para hacer la comunión, en realidad es Cristo quien viene a nuestro encuentro para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús! Nutrirse de la eucaristía significa dejarse mutar en lo que recibimos. Nos ayuda san Agustín a comprenderlo, cuando habla de la luz recibida al escuchar decir de Cristo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Y tú no me transformarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te transformarás en mí» (Confesiones VII, 10, 16: pl 32, 742). Cada vez que nosotros hacemos la comunión, nos parecemos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Como el pan y el vino se convierten en Cuerpo y Sangre del Señor, así cuantos le reciben con fe son transformados en eucaristía viviente. Al sacerdote que, distribuyendo la eucaristía, te dice: «El Cuerpo de Cristo», tú respondes: «Amén», o sea reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en Cuerpo de Cristo. Porque cuando tú recibes la eucaristía te conviertes en cuerpo de Cristo. Es bonito, esto; es muy bonito. Mientras nos une a Cristo, arrancándonos de nuestros egoísmos, la comunión nos abre y une a todos aquellos que son una sola cosa en Él. Este es el prodigio de la comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!
La Iglesia desea vivamente que también los fieles reciban el Cuerpo del Señor con hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete eucarístico se expresa con mayor plenitud si la santa comunión se hace bajo las dos especies, incluso sabiendo que la doctrina católica enseña que bajo una sola especie se recibe a Cristo todo e íntegro (cf. Instrucción General del Misal Romano, 85; 281-282). Según la praxis eclesial, el fiel se acerca normalmente a la eucaristía en forma de procesión, como hemos dicho, y se comunica en pie con devoción, o de rodillas, como establece la Conferencia Episcopal, recibiendo el sacramento en la boca o, donde está permitido, en la mano, como se prefiera (cf. IGMR, 160-161). Después de la comunión, para custodiar en el corazón el don recibido nos ayuda el silencio, la oración silenciosa. Prologar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, como también cantar un salmo o un himno de alabanza (cf.IGMR, 88) que nos ayuda a estar con el Señor. La Liturgia eucarística se concluye con la oración después de la comunión. En esta, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para darle las gracias por habernos hecho sus comensales y pedir que lo que hemos recibido transforme nuestra vida. La eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de buenas obras para vivir como cristianos. Es significativa la oración de hoy, en la que pedimos al Señor que «el sacramento que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure tu constante protección» (Misal Romano, Miércoles de la V semana de Cuaresma).
Acerquémonos a la eucaristía: recibir a Jesús que nos trasforma en Él, nos hace más fuertes. ¡Es muy bueno y muy grande el Señor!