Los Hechos de los Apóstoles XIII.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que san Pablo, después de ese encuentro transformador con Jesús, es acogido por la Iglesia de Jerusalén gracias a la mediación de Bernabé y comienza a anunciar a Cristo. Pero, debido a la hostilidad de algunos, se ve obligado a trasladarse a Tarso, su ciudad natal, donde Bernabé se une a él para involucrarlo en el largo viaje de la Palabra de Dios. El libro de los Hechos de los Apóstoles, que estamos comentando en estas catequesis, puede decirse que es el libro del largo camino de la Palabra de Dios: la Palabra de Dios debe ser anunciada, y anunciada en todas partes. Este viaje comienza después de una fuerte persecución (cf. Hch 11, 19); pero esta, en vez de ser un compás de espera para la evangelización, se convierte en una oportunidad para ampliar el campo donde sembrar la buena semilla de la Palabra. Los cristianos no se asustan. Deben huir, pero huyen con la Palabra, y la difunden por todas partes.
Pablo y Bernabé llegaron primero a Antioquía de Siria, donde se quedan un año entero para enseñar y ayudar a la comunidad a echar raíces (cf. Hch 11, 26). Anunciaban a la comunidad judía, a los judíos. Antioquía se convierte así en el centro de propulsión misionera, gracias a la predicación con la que los dos evangelizadores –Pablo y Bernabé– llegan a los corazones de los creyentes, que aquí, en Antioquía, son llamados por primera vez «cristianos» (cf. Hch 11, 26).
El libro de los Hechos revela la naturaleza de la Iglesia, que no es una fortaleza, sino una tienda capaz de ampliar su espacio (cf. Is 54, 2) y de dar cabida a todos. La Iglesia o es "en salida" o no es Iglesia, o está en camino, ampliando siempre su espacio para que todos puedan entrar, o no es Iglesia. «Una Iglesia con las puertas abiertas» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 46), siempre con las puertas abiertas. Cuando veo una iglesita aquí, en esta ciudad, o cuando la veía en la otra diócesis de dónde vengo, con las puertas cerradas, creo que es una mala señal. Las iglesias siempre deben tener las puertas abiertas porque son el símbolo de lo que es una iglesia: siempre abierta. La Iglesia está «llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. […] De ese modo si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas» (Evangelii gaudium, 47).
¿Pero esta novedad de las puertas abiertas a quién? A los paganos, porque los apóstoles predicaban a los judíos, pero también los paganos venían a llamar a la puerta de la Iglesia; y esta novedad de las puertas abiertas a los paganos desencadena una controversia muy animada. Algunos judíos afirman la necesidad de hacerse judíos mediante la circuncisión para salvarse y luego recibir el bautismo. Dicen: «Si no os circuncidáis conforme a la costumbre mosaica no podéis salvaros» (Hch 15, 1), es decir, no podréis recibir el bautismo más tarde. Primero el rito judío y luego el bautismo: esta era su postura. Y para resolver la cuestión, Pablo y Bernabé consultan al consejo de los Apóstoles y de los ancianos en Jerusalén, y tiene lugar lo que se considera el primer concilio en la historia de la Iglesia, el concilio o asamblea de Jerusalén, al que Pablo se refiere en la Carta a los Gálatas (Ga 2, 1-10).
Se aborda una cuestión teológica, espiritual y disciplinaria muy delicada: es decir, la relación entre la fe en Cristo y la observancia de la Ley de Moisés. En el curso de la asamblea son decisivos los discursos de Pedro y Santiago, «columnas» de la Iglesia-madre (cf. Hch 15, 7-21; Ga 2, 9). Invitan a no imponer la circuncisión a los paganos, sino sólo a pedirles que rechacen la idolatría y todas sus expresiones. De la discusión viene el camino común, y esa decisión, ratificada con la llamada carta apostólica enviada a Antioquía.
La asamblea de Jerusalén arroja una luz significativa sobre cómo tratar las diferencias y buscar la «verdad en la caridad» (Ef 4, 15). Nos recuerda que el método eclesial de resolución de conflictos se basa en el diálogo, constituido por la escucha atenta y paciente y el discernimiento efectuado a la luz del Espíritu. En efecto, es el Espíritu el que ayuda a superar los cierres y las tensiones y actúa en los corazones para que alcancen la verdad y la bondad, para que lleguen a la unidad. Este texto nos ayuda a comprender la sinodalidad. Es interesante, como escriben la Carta: los Apóstoles empiezan diciendo: «El Espíritu Santo y nosotros pensamos que…». Es propio de la sinodalidad, de la presencia del Espíritu Santo, de lo contrario no es sinodalidad, es parlatorio, parlamento, otra cosa.
Pidamos al Señor que fortalezca en todos los cristianos, especialmente en los obispos y sacerdotes, el deseo y la responsabilidad de la comunión. Que nos ayude a vivir el diálogo, la escucha y el encuentro con nuestros hermanos y hermanas en la fe y con los que están lejos, para gustar y manifestar la fecundidad de la Iglesia, llamada a ser en todos los tiempos «madre jubilosa» de muchos hijos (cf. Sal 113, 9).