Catequesis 11. La libertad cristiana, fermento universal de liberación
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre la Carta a los Gálatas, hemos podido enfocarnos en cuál es para san Pablo el núcleo central de la libertad: el hecho de que, con la muerte y resurrección de Jesucristo, hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte. En otros términos: somos libres porque hemos sido liberados, liberados por gracia –no por pagar– liberados por el amor, que se convierte en la ley suprema y nueva de la vida cristiana. El amor: nosotros somos libres porque hemos sido liberados gratuitamente. Este es precisamente el punto clave.
Hoy quisiera subrayar cómo esta novedad de vida nos abre a acoger a cada pueblo y cultura y al mismo tiempo abre a cada pueblo y cultura a una libertad más grande. San Pablo, de hecho, dice que para quien se adhiere a Cristo ya no cuenta ser judío o pagano. Cuenta solo «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6). Creer que hemos sido liberados y creer en Jesucristo que nos ha liberado: esta es la fe activa por la caridad. Los detractores de Pablo –esos fundamentalistas que habían llegado allí– lo atacaban por esta novedad, sosteniendo que él había tomado esta posición por oportunismo pastoral, es decir para "gustar a todos", minimizando las exigencias recibidas de su más estricta tradición religiosa. Es el mismo discurso de los fundamentalistas de hoy: la historia se repite siempre. Como se ve, la crítica en relación con toda novedad evangélica no es solo de nuestros días, sino que tiene una larga historia a las espaldas. Aun así, Pablo no permanece en silencio. Responde con parresia –es una palabra griega que indica valentía, fuerza– y dice: «Porque ¿busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Ga 1, 10). Ya en su primera Carta a los Tesalonicenses se había expresado en términos parecidos, diciendo que en su predicación nunca había usado «palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, […] ni buscando gloria humana» (1Ts 2, 5-6), que son los caminos del "fingir"; una fe que no es fe, es mundanidad.
El pensamiento de Pablo se muestra una vez más de una profundidad inspirada. Acoger la fe conlleva para él renunciar no al corazón de las culturas y de las tradiciones, sino solo a lo que puede obstaculizar la novedad y la pureza del Evangelio. Porque la libertad obtenida de la muerte y resurrección del Señor no entra en conflicto con las culturas, con las tradiciones que hemos recibido, sino que más bien introduce en ellas una libertad nueva, una novedad liberadora, la del Evangelio. La liberación obtenida con el bautismo, de hecho, nos permite adquirir la plena dignidad de hijos de Dios, de forma que, mientras permanecemos bien arraigados en nuestras raíces culturales, al mismo tiempo nos abrimos al universalismo de la fe que entra en toda cultura, reconoce las semillas de verdad presentes y las desarrolla llevando a plenitud el bien contenido en ellas. Aceptar que nosotros hemos sido liberados por Cristo –su pasión, su muerte, su resurrección– es aceptar y llevar la plenitud también a las diferentes tradiciones de cada pueblo. La verdadera plenitud.
En la llamada a la libertad descubrimos el verdadero sentido de la inculturación del Evangelio. ¿Cuál es este verdadero sentido? Ser capaces de anunciar la Buena Noticia de Cristo Salvador respetando lo que de bueno y verdadero existe en las culturas. ¡No es algo fácil! Son muchas las tentaciones de querer imponer el proprio modelo de vida como si fuera el más evolucionado y el más atractivo. ¡Cuántos errores se han realizado en la historia de la evangelización queriendo imponer un solo modelo cultural! ¡La uniformidad como regla de vida no es cristiana! ¡La unidad sí, la uniformidad no! A veces, no se ha renunciado ni siquiera a la violencia para que prevalezca el propio punto de vista. Pensemos en las guerras. De esta manera, se ha privado a la Iglesia de la riqueza de muchas expresiones locales que llevan consigo la tradición cultural de enteras poblaciones. ¡Pero esto es exactamente lo contrario de la libertad cristiana! Por ejemplo, me viene a la mente cuando se ha afirmado la forma de hacer apostolado en China con padre Ricci o en India con padre De Nobili. … [Algunos decían]: "¡Y no, eso no es cristiano!". Sí, es cristiano, está en la cultura del pueblo.
En resumen, la visión de la libertad propia de Pablo está completamente iluminada y fecundada por el misterio de Cristo, que en su encarnación –recuerda el Concilio Vaticano II– se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (cfr. Const. past. Gaudium et spes, 22). Y esto quiere decir que no hay uniformidad, sin embargo, hay variedad, pero variedad unida. De aquí deriva el deber de respetar la proveniencia cultural de cada persona, incluyéndola en un espacio de libertad que no sea restringido por alguna imposición dada por una sola cultura predominante. Este es el sentido de llamarnos católicos, de hablar de Iglesia católica: no es una denominación sociológica para distinguirnos de otros cristianos. Católico es un adjetivo que significa universal: la catolicidad, la universalidad. Iglesia universal, es decir, católica, quiere decir que la Iglesia tiene en sí, en su naturaleza misma, la apertura a todos los pueblos y las culturas de todo tiempo, porque Cristo ha nacido, muerto y resucitado por todos.
Por otro lado, la cultura está, por su misma naturaleza, en continúa transformación. Se puede pensar en cómo somos llamados a anunciar el Evangelio en este momento histórico de gran cambio cultural, donde una tecnología cada vez más avanzada parece tener el predominio. Si pretendiéramos hablar de la fe como se hacía en los siglos pasados correríamos el riesgo de no ser comprendidos por las nuevas generaciones. La libertad de la fe cristiana –la libertad cristiana– no indica una visión estática de la vida y de la cultura, sino una visión dinámica, una visión dinámica también de la tradición. La tradición crece pero siempre con la misma naturaleza. Por tanto, no pretendamos tener posesión de la libertad. Hemos recibido un don para custodiar. Y es más bien la libertad que nos pide a cada uno estar en un constante camino, orientados hacia su plenitud. Es la condición de peregrinos; es el estado de caminantes, en un continuo éxodo: liberados de la esclavitud para caminar hacia la plenitud de la libertad. Y este es el gran don que nos ha dado Jesucristo. El Señor nos ha liberado de la esclavitud gratuitamente y nos ha puesto en el camino para caminar en la plena libertad.