Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Os acojo con gusto y agradezco al presidente las palabras que me ha dirigido. Dirijo un fraternal saludo de bienvenida a los Pastores que han querido estar presentes con vosotros, y algunos de ellos, además, han venido de lejos. Os saludo a todos vosotros y agradezco a los dos representantes, María y Juan, por los testimonios que han escrito.
En su testimonio, María hace mención a vuestra vocación, porque nace de una llamada que Dios dirige desde el principio al hombre, para que «guardara y cultivara» la casa común (cf. Gen 2, 15). Así, a pesar del mal, que ha corrompido el mundo y también la actividad humana, «en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 192). ¿Cómo podemos responder bien a esta vocación, que nos llama a imitar activamente la incansable obra del Padre y de Jesús que, como dice el Evangelio, «actúan siempre» (cf. Jn 5, 17)?
Quisiera sugeriros tres palabras, que os pueden ayudar. La primera es educación. Educar significa «extraer». Es la capacidad de sacar lo mejor del propio corazón. No es sólo enseñar alguna técnica o aprender nociones, sino hacernos más humanos a nosotros mismos y la realidad que nos circunda. Y esto vale de modo particular para el trabajo: es necesario formar un nuevo «humanismo del trabajo». Porque vivimos en un tiempo de explotación de los trabajadores; en un momento en donde el trabajo, no está precisamente al servicio de la dignidad de la persona humana, sino que es el trabajo esclavo. Debemos formar, educar a un nuevo humanismo del trabajo, donde el hombre, no la ganancia, esté al centro; donde la economía sirva al hombre y no se sirva del hombre.
Otro aspecto es importante: educar ayuda a no ceder ante los engaños de quien quiere hacer creer que el trabajo, el esfuerzo cotidiano, el don de sí mismos y el estudio no tienen valor. Añadiría que hoy, en el mundo del trabajo –aunque también en cada ambiente– es urgente educar a recorrer el camino, luminoso y laborioso, de la honestidad, huyendo de los atajos de los favoritismos y de las recomendaciones. Por debajo está la corrupción. Existen siempre estas tentaciones, pequeñas o grandes, pero se trata siempre de «compraventas morales», indignas del hombre: se deben rechazar, habituando el corazón a permanecer libre. De lo contrario, generan una mentalidad falsa y nociva, que se debe combatir: la de la ilegalidad, que comporta la corrupción de la persona y de la sociedad. La ilegalidad es como un pulpo que no se ve: está escondido, sumergido, pero con sus tentáculos sujeta y envenena, contaminando y haciendo mucho mal. Educar es una gran vocación: como san José adiestró a Jesús en el arte del carpintero, también vosotros estáis llamados a ayudar a las jóvenes generaciones a descubrir la belleza del trabajo verdaderamente humano.
La segunda palabra que quiero deciros es compartir. El trabajo no es solamente una vocación de cada persona, sino que es la oportunidad de entrar en relación con los otros: «Cualquier forma de trabajo tiene detrás una idea sobre la relación que el ser humano puede o debe establecer con lo otro de sí» (Carta enc. Laudato si’, 125). El trabajo debería unir a las personas, no alejarlas, haciéndolas cerradas y distantes. Ocupando tantas horas del día, nos ofrece también la ocasión para compartir lo cotidiano, para interesarnos por quien está cerca de nosotros, para recibir como un don y como una responsabilidad la presencia de los demás. Juan habló, en su testimonio escrito, de una forma de compartir que se concreta en vuestro Movimiento: «proyectos de Servicio Civil», que os permiten acercaros a personas y contextos nuevos, haciendo vuestros los problemas y las esperanzas. Es importante que los demás no sean sólo los destinatarios de algún tipo de atención, sino auténticos proyectos. Todos hacen proyectos para sí mismos, pero proyectar para los demás permite dar un paso adelante: pone la inteligencia al servicio del amor, haciendo a la persona más integra y la vida más feliz, porque es capaz de donar.
La última palabra que quiero compartiros es testimonio. El apóstol Pablo animaba a testimoniar la fe también mediante la actividad, venciendo la pereza y la indolencia; y dio una regla muy fuerte y clara: «si alguno no quiere trabajar, que no coma» (2Ts 3, 10). También en aquel tiempo estaban quienes hacían trabajar a los demás, para comer. Hoy, en cambio, están quienes quisieran trabajar, pero no pueden, y tienen dificultad incluso para comer. Vosotros encontráis muchos jóvenes que no trabajan: en verdad, como habéis dicho, son «los nuevos excluidos de nuestro tiempo». Pensad que en algunos países de Europa, de esta nuestra Europa, tan culta, la juventud llega al 40% de desocupación, 47% en algunos países, 50% en otros. Pero ¿qué hace un joven que no trabaja? ¿Dónde acaba? En las dependencias, en las enfermedades psicológicas, en los suicidios. Y no siempre se publican las estadísticas de los suicidios juveniles. Esto es un drama: es el drama de los nuevos excluidos de nuestro tiempo. Y se les priva de su dignidad. La justicia humana exige el acceso al trabajo para todos. También la misericordia divina nos interpela: ante las personas con dificultad y en situaciones penosas –pienso en los jóvenes para quienes casarse o tener hijos es un problema, porque no tienen un empleo suficientemente estable o la casa– no sirve hacer prédicas; en cambio transmitir la esperanza, confortar con la presencia, sostener con la ayuda concreta.
Os animo a dar testimonio comenzando por vuestro estilo de vida personal y asociativo: testimonio de gratuidad, de solidaridad, de espíritu de servicio. El discípulo de Cristo, cuando es transparente en el corazón y sensible en la vida, lleva la luz del Señor a los lugares donde vive y trabaja. Esto os deseo, mientras os pido disculpas por el retraso: tenéis paciencia, vosotros. Pero las audiencias (de la mañana) se han alargado. Y bendigo a todos vosotros, vuestras familias y vuestro esfuerzo. Por favor, no os olvidéis de orar por mí. Gracias.