Queridos hermanos sacerdotes, ¡buenas tardes!
Os encuentro con gran placer antes de daros el mandato de ser misioneros de la Misericordia. Este es un signo de especial importancia porque caracteriza el Jubileo y permite que todas las Iglesias locales vivan el misterio insondable de la misericordia del Padre. Ser misionero de la Misericordia es una responsabilidad que se os confía porque requiere de vosotros que seáis en primera persona testigos de la cercanía de Dios y de su forma de amar. No a nuestra modo, siempre limitado y, a veces contradictorio, sino a su manera de amar y a su manera de perdonar que es, precisamente, la misericordia. Me gustaría ofrecer algunas breves reflexiones, para que el mandato que recibiréis pueda llevarse a cabo de manera coherente y como una ayuda concreta para las muchas personas que se acercarán a vosotros.
Antes de nada deseo recordaros que en este ministerio estáis llamados a expresar la maternidad de la Iglesia. La Iglesia es Madre porque siempre genera nuevos hijos en la fe; la Iglesia es Madre porque nutre la fe; y la Iglesia es Madre también porque ofrece el perdón de Dios, regenerando a una nueva vida, fruto de la conversión. No podemos correr el riesgo de que un penitente no perciba la presencia materna de la Iglesia que lo acoge y lo ama. Si faltara esta percepción, debido a nuestra rigidez, sería un daño grave en primer lugar para la fe misma, porque impediría al penitente considerarse incluido en el Cuerpo de Cristo. Además, limitaría mucho su sentirse parte de una comunidad. En cambio, nosotros estamos llamados a ser expresión viva de la Iglesia que, como Madre, acoge a quien se acerque a ella, sabiendo que a través de ella es incluido en Cristo. Al entrar en el confesonario, recordemos siempre que es Cristo quien acoge, es Cristo quien escucha, es Cristo quien perdona, es Cristo quien da paz. Nosotros somos sus ministros, y siempre necesitamos ser perdonados por Él primero. Por lo tanto, sea cual sea el pecado que se confiese – o que la persona no se atreve a decir pero con que lo dé a entender es suficiente– cada misionero está llamado a recordar la propia existencia de pecador y a ofrecerse humildemente como «canal» de la misericordia de Dios. Y, os confieso fraternalmente que para mí es una fuente de alegría la confesión del 21 de septiembre del 53, que reorientó mi vida. ¿Qué me dijo el sacerdote? No lo recuerdo. Recuerdo una sonrisa, y luego no sé qué pasó. Pero es acoger como padre…
Otro aspecto importante es saber ver el deseo de perdón presente en el corazón del penitente. Es un deseo fruto de la gracia y de su acción en la vida de las personas, que permite sentir la nostalgia de Dios, de su amor y de su casa. No nos olvidemos de que es precisamente este deseo el que se encuentra en el inicio de la conversión. El corazón se dirige a Dios reconociendo el mal realizado, pero con la esperanza de obtener el perdón. Y este deseo se refuerza cuando se decide en el corazón cambiar de vida y no querer pecar más. Es el momento en que uno se confía a la misericordia de Dios, y se tiene plena confianza en que nos entienda, nos perdone y nos sostenga. Concedamos gran espacio a este deseo de Dios y de su perdón; hagamos que emerja como una verdadera expresión de la gracia del Espíritu que mueve a la conversión del corazón. Y aquí recomiendo entender no sólo el lenguaje de la palabra, sino también el de los gestos. Si alguien viene a confesarse es porque siente que hay algo que debería quitarse pero que tal vez no logra decirlo, pero tú comprendes.. y está bien, lo dice así, con el gesto de venir. Primera condición. Segunda, estar arrepentido. Si alguien viene a ti es porque querría no caer en estas situaciones, pero no se atreve a decirlo, tiene miedo de decirlo y después no puedo hacerlo. Pero si no puede hacerlo, ad impossibilia nemo tenetur. Y el Señor entiende estas cosas, el lenguaje de los gestos. Los brazos abiertos, para entender lo que está en el corazón que no puede ser dicho o dicho así … un poco es la vergüenza… me entendéis. Vosotros recibís a todos con el lenguaje con el que pueden hablar.
Quisiera, por último, recordar un elemento del que no se habla mucho, pero que es, por el contrario, determinante: la vergüenza. No es fácil ponerse frente a otro hombre, incluso sabiendo que representa a Dios, y confesar el propio pecado. Se siente vergüenza tanto por lo que se ha cometido, como por tener que confesarlo a otro. La vergüenza es un sentimiento íntimo que incide en la vida personal y que exige por parte del confesor una actitud de respeto y de ánimo. Muchas veces la vergüenza te deja mudo y…. El gesto, el lenguaje del gesto. Desde las primeras páginas, la Biblia habla de la vergüenza. Después del pecado de Adán y Eva, el autor sagrado observa de inmediato: «Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron» (Gn 3, 7). Le primera reacción de esta vergüenza es la de esconderse delante de Dios (cf. Gn 3, 8-10).
Hay otro pasaje del Génesis que me llama la atención, y es la historia del arca de Noé. Todo lo conocemos, pero rara vez se recuerda el episodio en el que él se emborrachó. Noé en la Biblia se considera un hombre justo; sin embargo, no está exento de pecado: su estar ebrio nos hace darnos cuenta de lo mucho que él también era débil, hasta el punto de menoscabar su dignidad, que la Escritura expresa con la imagen de la desnudez. Dos de sus hijos, sin embargo, toman el manto y lo cubren para restituirle la dignidad de padre (cf. Gn 9, 18-23).
Este pasaje me hace decir lo importante que es nuestro papel en la confesión. Frente a nosotros hay una persona «desnuda», con su debilidad y sus límites, con la vergüenza de ser un pecador, y muchas veces sin lograr decirlo. No lo olvidemos: frente a nosotros no hay pecado, sino el pecador arrepentido, el pecador que quisiera no ser así, pero no puede. Una persona que siente el deseo de ser acogida y perdonada. Un pecador que promete que ya no quiere alejarse de la casa del Padre y que, con las pocas fuerzas que le quedan, quiere hacer de todo para vivir como hijo de Dios. Por lo tanto, no estamos llamados a juzgar, con un sentimiento de superioridad, como si nosotros fuésemos inmunes al pecado; al contrario, estamos llamados a actuar como Sem y Jafet, los hijos de Noé, que tomaron una manta para salvaguardar al propio padre de la vergüenza. Ser confesor, según el corazón de Cristo, equivale a cubrir al pecador con la manta de la misericordia, para que ya no se avergüence y para que pueda recobrar la alegría de su dignidad filial y pueda saber dónde se encuentra.
No es, pues, con el mazo del juicio que lograremos llevar a la oveja perdida al redil sino con la santidad de vida que es principio de renovación y de reforma en la Iglesia. La santidad se nutre de amor y sabe llevar sobre sí el peso de los más débiles. Un misionero de la misericordia lleva siempre sobre sus hombros al pecador, y lo consuela con la fuerza de la compasión. Y el pecador que va allí, la persona que va allí, encuentra a un padre. Vosotros habéis escuchado, yo también he oído, a mucha gente que dice: «No, yo no voy más, porque fui una vez y el cura me vareó, me regañó mucho, o fui y me hizo preguntas un poco oscuras, de curiosidad». Por favor, esto no es el buen pastor, este es el juez que cree que tal vez no ha pecado, o es el pobre enfermo que fisgonea con preguntas. A mí me gusta decirle a los confesores: si no se la acoge con el corazón de padre, no vayas al confesonario, mejor haz otra cosa. Porque se puede hacer mucho daño, mucho mal, a un alma si no se cumple con el corazón de un padre, con el corazón de la Madre Iglesia. Hace unos meses hablando con un sabio cardenal de la curia romana sobre las preguntas que algunos sacerdotes hacen en la confesión, él me dijo: «Cuando una persona comienza y veo que quiere tirar algo fuera, y me doy cuenta, le digo: ¡Comprendo!, ¡Esté tranquilo! ". Y hacia adelante. Esto es un padre.
Os acompaño en esta aventura misionera, dándoos como ejemplo dos santos ministros del perdón de Dios, san Leopoldo y san Pío –ahí entre los italianos hay un capuchino que se parece mucho a san Leopoldo: pequeña, con barba…–, junto a muchos otros sacerdotes que en su vida han sido testigos de la misericordia de Dios. Ellos os ayudarán. Cuando sintáis el peso de los pecados que os confiesan, y la limitación de vuestra persona y de vuestras palabras, confiad en la fuerza de la misericordia que sale al encuentro de todos como amor y que no conoce fronteras. Y decid como muchos santos confesores: «Señor, yo perdono, ponlo en mi cuenta». Que os ayude la Madre de la Misericordia y os proteja en este servicio así de precioso. Que os acompañe mi bendición; y vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.