Sábado 4 de junio de 2016.
Señor cardenal
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Os doy la bienvenida a todos, directores nacionales de las Obras misionales pontificias y colaboradores de la Congregación para la evangelización de los pueblos. Agradezco al cardenal Fernando Filoni las palabras que me dirigió, y a todos vosotros por vuestro precioso servicio a la misión de la Iglesia que consiste en llevar el Evangelio «a todas las criaturas» (Mc 16, 15).
Este año nuestro encuentro tiene lugar en el centenario de la fundación de la Pontificia Unión Misional (PUM).
La Obra se inspira en el beato Paolo Manna, sacerdote misionero del Pontificio Instituto para las misiones extranjeras. Sostenida por san Guido María Conforti, la misma fue aprobada por el Papa Benedicto XV el 31 de octubre de 1916; y cuarenta años después el venerable Pío XII la calificó como «Pontificia».
A través de la intuición del beato Paolo Manna y la mediación de la Sede apostólica, el Espíritu Santo condujo a la Iglesia a tener una consciencia cada vez mayor de su propia naturaleza misionera, conducida luego a su maduración por el Concilio ecuménico Vaticano II.
El beato Paolo Manna comprendió muy bien que formar y educar en el misterio de la Iglesia y en su intrínseca vocación misionera es una finalidad que concierne a todo el santo Pueblo de Dios, en la variedad de los estados de vida y de los ministerios. «De las tareas de la Unión misional algunas son de naturaleza cultural, otras de naturaleza espiritual, otras, por último, prácticas y organizativas.
La Unión misional tiene la finalidad de iluminar, de animar, de organizar a los sacerdotes, y, a través de ellos, a todos los fieles, con vistas a la misión». Así se expresaba el fundador de la Pontificia Unión Misional en 1936 en una intervención histórica, que tuvo lugar durante el segundo Congreso internacional de la Obra. Sin embargo, formar para la misión a obispos y sacerdotes no significaba reducir la Pontificia Unión Misional a una realidad simplemente clerical, sino sostener a la jerarquía en su servicio a la misionariedad de la Iglesia, que es misión de todos: fieles y pastores, casados y vírgenes consagradas, Iglesia universal e Iglesias particulares. Realizando ese servicio con la caridad que los caracteriza, los Pastores mantengan a la Iglesia siempre y por doquier en estado de misión, la cual es siempre en conclusión obra de Dios, y en ella participan, gracias al Bautismo, a la Confirmación y a la Eucaristía, todos los creyentes.
Queridos directores nacionales de las Obras misionales pontificias, la misión hace a la Iglesia y la mantiene fiel al deseo salvífico de Dios. Por ello, incluso siendo importante que os preocupéis de la recogida y la distribución de ayudas económicas que diligentemente administráis en favor de muchas Iglesias y de muchos cristianos necesitados, servicio por el cual os doy las gracias, os exhorto a no limitaros sólo a este aspecto.
Se necesita «mística». Debemos crecer en pasión evangelizadora. Yo tengo miedo –os lo confieso– de que vuestra obra permanezca muy organizativa, perfectamente organizativa, pero sin pasión. Esto lo puede hacer también una ONG, pero vosotros no sois una ONG.
Vuestra Unión sin pasión no sirve; sin «mística» no sirve. Y si tenemos que sacrificar algo, sacrifiquemos la organización, sigamos adelante con la mística de los santos. Hoy, vuestra Unión misionera necesita esto: mística de los santos y de los mártires.
Y este es el generoso trabajo de formación permanente a la misión que tenéis que hacer; que no es sólo un curso intelectual, sino introducido en esta onda de pasión misionera, de testimonio martirial. Las Iglesias de reciente fundación, ayudadas por vosotros para su formación misionera permanente, podrán transmitir a las Iglesias de antigua fundación, a veces cargando con el peso de su historia y un poco cansadas, el ardor de la fe joven, el testimonio de la esperanza cristiana, sostenida por la valentía admirable del martirio. Os aliento a servir con amor grande a las Iglesias que, gracias a los mártires, nos testimonian cómo el Evangelio nos hace partícipes de la vida de Dios, y lo hacen por atracción y no por proselitismo.
En este Año Santo de la Misericordia, el ardor misionero que consumía al beato Paolo Manna, y del cual brotó la Pontificia Unión Misional, siga también hoy haciendo arder, apasionar, renovar, repensar y reformar el servicio que esta Obra está llamada a ofrecer a toda la Iglesia. Vuestra Unión no debe ser la misma el año próximo que la de este año: debe cambiar en esta dirección, debe convertirse con esta pasión misionera. Mientras damos gracias al Señor por sus cien años, deseamos que la pasión por Dios y por la misión de la Iglesia lleve a la Pontificia Unión Misional también a volver a programarse en la docilidad al Espíritu Santo, en vista de una adecuada reforma de sus formas de actuar –adecuada reforma, es decir conversión y reforma– y de una auténtica renovación para el bien de la formación permanente para la misión de todas las Iglesias.
A la Virgen María, Reina de las misiones, a los santos Pedro y Pablo, a san Guido María Conforti y al beato Paolo Manna confiamos con gratitud vuestro servicio.
Os bendigo de corazón y os pido por favor que recéis por mí, para que no caiga en la «beata quietud»; para que yo también tenga ardor misionero para seguir adelante.
Y os invito a rezar juntos el Ángelus.