Queridos hermanos:
En estos días, mientras preparaba mi encuentro con vosotros, me encontré varias veces invocando la «visita» del Espíritu Santo, de Aquel que es "el suave persuasor del hombre interior". Realmente, sin su fuerza "nada está en el hombre, nada sin culpa" y vano es todo nuestro esfuerzo: si su "luz beatísima" no nos invade en el interior, permanecemos prisioneros de nuestros miedos, incapaces de reconocer que somos salvados solamente por el amor: lo que en nosotros no es amor, nos aleja del Dios viviente y de su Pueblo santo.
«Ven, Espíritu Santo, manda a nosotros del cielo un rayo de tu luz. Dona a tus fieles, que solo confían en ti, tus santos dones».
El primero de estos dones está ya en el convenire in unum, disponible para compartir tiempo, escucha, creatividad y consuelo. Os deseo que estos días sean vividos con un debate abierto, humilde y franco. No temáis los momentos de contraste: encomendaos al Espíritu, que abre a la diversidad y reconcilia lo distinto en la caridad fraterna.
Vivid la colegialidad episcopal, enriquecida por la experiencia de la que cada uno es portador y que alcanza las lágrimas y las alegrías de vuestras Iglesias particulares. Caminar juntos es el camino constitutivo de la Iglesia; la cifra que nos permite interpretar la realidad con los ojos y el corazón de Dios; la condición para seguir al Señor Jesús y ser siervos de la vida en este tiempo herido.
Respiración y paso sinodal revelan lo que somos y el dinamismo de comunión que anima nuestras decisiones. Solo en este horizonte podemos renovar realmente nuestra pastoral y adecuarla a la misión de la Iglesia en el mundo de hoy; solo así podemos afrontar la complejidad de este tiempo, agradecidos por el recorrido realizado y decididos a continuarlo con parresía.
En realidad, este camino está marcado también por cierres y resistencias: nuestras infidelidades son una hipoteca pesada puesta en la credibilidad del testimonio del depositum fidei, una amenaza peor que la que proviene del mundo con sus persecuciones. Esta conciencia nos ayuda a reconocernos destinatarios de las Cartas a las Iglesias con las que se abre el Apocalipsis (Ap 1, 4-3, 22), el gran libro de la esperanza cristiana. Pidamos la gracia de saber escuchar lo que el Espíritu hoy dice a las Iglesias; acojamos el mensaje profético para comprender qué quiere curar en nosotros: «Ven, padre de los pobres; ven, dador de dones; ven, luz de los corazones».
Como la Iglesia de Éfeso, quizá a veces también nosotros hemos abandonado el amor, la frescura y el entusiasmo de un tiempo… Volvamos a los orígenes, a la gracia fundadora de los inicios; dejémonos mirar por Jesucristo, el «Sí» del Dios fiel, el unum necessarium: «Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra esperanza nos sostenga sino aquella que conforta, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: "Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos" (Mt 28, 20)» (Pablo VI, Discurso por el inicio de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 de septiembre de 1963).
Como la Iglesia de Esmirna, quizá también nosotros en los momentos de prueba somos víctimas del cansancio, de la soledad, de la perturbación por el futuro; permanecemos sacudidos al darnos cuenta de lo que el Dios de Jesucristo puede no corresponder a la imagen y a las pretensiones del hombre "religioso": decepciona, molesta, escandaliza. Custodiamos la confianza en la iniciativa sorprendente de Dios, la fuerza de la paciencia y la fidelidad de los confesores: no debemos temer a la segunda muerte.
Como la Iglesia de Pérgamo, quizá también nosotros a veces buscamos hacer convivir la fe con la mundanidad espiritual, la vida del Evangelio con lógicas de poder y de éxito, forzosamente presentadas como funcionales a la imagen social de la Iglesia. El intento de servir dos padrones es, más bien, índice de la falta de convicciones interiores. Aprendamos a renunciar a ambiciones inútiles y a la obsesión de nosotros mismos para vivir constantemente bajo la mirada del Señor, presente en tantos hermanos humillados: encontraremos la Verdad que realmente hace libres.
Como la Iglesia de Tiatira, quizá estamos expuestos a la tentación de reducir el cristianismo a una serie de principios privados de algo concreto. Se cae, entonces, en un espiritualismo desencarnado, que descuida la realidad y hace perder la ternura de la carne del hermano. Volvamos a las cosas que realmente cuentan: la fe, el amor al Señor, el servicio hecho con alegría y gratuidad. Hagamos nuestros los sentimientos y los gestos de Jesús y entraremos realmente en comunión con Él, estrella de la mañana que no conoce ocaso.
Como la Iglesia de Sardes, podemos quizá ser seducidos por la apariencia, la exterioridad y del oportunismo, condicionados por las modas y los juicios de otros. La diferencia cristiana, sin embargo, hace hablar a la acogida del Evangelio con las obras, la obediencia concreta, la fidelidad vivida; con la resistencia al prepotente, al soberbio y al prevaricador; con la amistad a los pequeños y el compartir con los necesitados. Dejémonos cuestionar por la caridad, valoremos la sabiduría de los pobres, favorezcamos la inclusión; y, por misericordia, nos encontraremos como partícipes del libro de la vida.
Como la Iglesia de Filadelfia, estamos llamados a la perseverancia, a lanzarnos a la realidad sin timidez: el Reino es la piedra preciosa por la que vender sin vacilación todo lo demás y abrirnos plenamente al don y a la misión. Atravesemos con valentía toda puerta que el Señor nos abre delante. Aprovechemos cada ocasión para hacernos prójimos. También la mejor levadura sola resulta incomestible, mientras en su humildad hace fermentar una gran cantidad de harina: mezclémonos en la ciudad de los hombres, colaboremos de forma efectiva para el encuentro con las diferentes riquezas culturales, comprometámonos juntos por el bien común de cada uno y de todos. Nos encontraremos como ciudadanos de la nueva Jerusalén.
Como la Iglesia de Laodicea, conocemos quizá la tibieza del compromiso, la indecisión calculada, la insidia de la ambigüedad. Sabemos que precisamente sobre estas actitudes se abate la condena más severa. Por otro lado, nos recuerda un testimonio del siglo xx, la gracia a buen mercado es la enemiga mortal de la Iglesia: no reconoce la viviente Palabra de Dios y nos imposibilita el camino a Cristo. La verdadera gracia –constata la vida del Hijo– solo puede ser a alto precio: porque llama a la secuela de Jesucristo, porque cuesta al hombre el precio de la vida, porque condena el pecado y justicia al pecador, porque no dispensa de la obra… Es a alto precio, pero es gracia que dona la vida y lleva a vivir en el mundo sin perderse en él (cf. D. Bonhoeffer, Sequela). Abramos el corazón a la llamada del eterno Peregrino: hagámosle entrar, cenemos con Él. Partiremos de nuevo para llegar a cualquier lugar con un anuncio de justicia, fraternidad y paz.
Queridos hermanos, el Señor nunca tiene el objetivo de deprimirnos, por lo que no nos detengamos en los reproches, que nacen del amor (cf. Ap 3, 19) y al amor conducen. Dejémonos sacudir, purificar y consolar: «Lava lo que está manchado, riega lo que está árido, sana lo que está herido. Dobla lo que está rígido, calienta lo que está frío, endereza lo que está extraviado».
Se nos pide audacia para evitar acostumbrarnos a situaciones que tan enraizadas están que parecen normales o insuperables. La profecía no requiere llantos, sino elecciones valientes, que son propias de una verdadera comunidad eclesial: llevan a dejarse «molestar» por los eventos y las personas y a descender en las situaciones humanas, animadas por el espíritu resanador de las Bienaventuranzas. En este camino sabremos remodelar las formas de nuestro anuncio, que se refleja sobre todo con la caridad. Movámonos con la confianza de quien sabe que también este tiempo es un kairós, un tiempo de gracia habitado por el Espíritu del Resucitado: a nosotros nos corresponde la responsabilidad de reconocerlo, acogerlo y secundar con docilidad.
«Ven, Santo Espíritu. Consolador magnífico, dulce huésped del alma, su dulce refrigerio».
Queridos hermanos, "como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios" (Hch 20, 28), partícipes de la misión del Buen Pastor: a vuestros ojos nadie permanezca invisible o marginado. Id al encuentro de cada persona con la premura y la compasión del Padre misericordioso, con ánimo fuerte y generoso. Estad atentos para percibir como vuestro el bien y el mal del otro, capaces de ofrecer con gratuidad y ternura la misma vida. Sea esta vuestra vocación; porque, como escribe Santa Teresa del Niño Jesús, "sólo el amor hacía actuar a los miembros de la Iglesia: que si el amor se apagara, los apóstoles no anunciarían el Evangelio, los mártires no querrían derramar su sangre…".
En esta luz, doy las gracias también en vuestro nombre al cardenal Angelo Bagnasco por los diez años de presidencia de la Conferencia episcopal italiana. Gracias por su servicio humilde y compartido, no privado de sacrificio personal, en un momento de no fácil transición de la Iglesia y del país. También la elección y, por tanto, el nombramiento de su sucesor, no sea otra cosa que un signo de amor a la Santa Madre Iglesia, amor vivido con discernimiento espiritual y pastoral, según una síntesis que es también ella don del Espíritu.
Y rezad por mí, llamado a ser custodio, testigo y garante de la fe y de la unidad de toda la Iglesia: con vosotros y por vosotros pueda cumplir esta misión con alegría hasta el fondo.
«Ven, Espíritu Santo. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales la felicidad eterna». Amén.