Señores Cardenales, Señor Presidente del Senado, Señora Ministra, Señores Obispos, Rector Magnífico, Señores Embajadores, distinguidas Autoridades, Profesores, Señoras y Señores:
Quiero agradecer al Rector de la Universidad Gregoriana, P. Nuno da Silva Gonçalves, y a la representante de los jóvenes por sus corteses e interesantes palabras de introducción a nuestro encuentro. Les doy las gracias a todos por su presencia aquí esta mañana, por haberme comunicado los resultados de vuestro trabajo y vuestro compromiso de afrontar juntos, por el bien de los niños de todo el mundo, un nuevo y grave problema, característico de nuestro tiempo. Un problema que no había sido todavía estudiado y discutido colegialmente, con la aportación de tantas personas especializadas y figuras con responsabilidades diferentes, como lo habéis hecho en estos días: el problema de la protección eficaz de la dignidad de los menores en el mundo digital.
El reconocimiento y la defensa de la dignidad de la persona humana es el principio y el fundamento de todo orden social y político legítimo, y la Iglesia ha reconocido la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948) como «una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad» (cf. Discursos de Juan Pablo II en la ONU, 1979 y 1995). En la misma línea, conscientes de que los niños son los primeros que han de recibir atención y protección, la Santa Sede saludó positivamente la Declaración de los Derechos del Niño (1959) y se adhirió a la correspondiente Convención (1990) y a los dos Protocolos facultativos (2001). La dignidad y los derechos de los niños deben ser protegidos por los ordenamientos jurídicos como bienes extremadamente valiosos para toda la familia humana (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 244-245).
Sobre estos principios estamos por lo tanto plena y firmemente de acuerdo y sobre la base de ellos debemos trabajar también de modo concorde. Tenemos que hacerlo con determinación y con verdadera pasión, mirando con ternura a todos los niños que vienen al mundo, cada día y en todas partes, y que tienen necesidad sobre todo de respeto, pero también de cuidado y afecto para crecer en toda la maravillosa riqueza de sus potencialidades.
La Escritura nos habla de la persona humana creada por Dios a imagen suya. ¿Qué otra afirmación más rotunda se puede hacer sobre su dignidad? El Evangelio nos habla del afecto con el que Jesús acogía a los niños, tomándolos en sus brazos y bendiciéndolos (cf. Mc 10, 16), porque «de los que son como ellos es el reino de los cielos» (Mt 19, 14). Y las palabras más fuertes de Jesús son precisamente para el que escandaliza a los más pequeños: «Más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar» (Mt 18, 6). Por lo tanto, debemos dedicarnos a proteger la dignidad de los niños con ternura pero también con gran determinación, luchando con todas las fuerzas contra esa cultura de descarte que hoy se manifiesta de muchas maneras en detrimento sobre todo de los más débiles y vulnerables, como son precisamente los menores.
Vivimos en un mundo nuevo, que cuando éramos jóvenes ni siquiera podíamos imaginar. Lo definimos con dos palabras sencillas: «mundo digital ? digital world»; es el fruto de un esfuerzo extraordinario de la ciencia y la técnica, que en unas pocas décadas ha transformado nuestro ambiente de vida y nuestra forma de comunicarnos y de vivir, y está transformando en cierto sentido nuestro propio modo de pensar y de ser, influyendo profundamente en la percepción que tenemos de nuestras posibilidades y nuestra identidad.
Por un lado estamos como admirados y fascinados por el maravilloso potencial que nos abren, por otra parte, sentimos temor y tal vez miedo, cuando vemos lo rápido que avanza este desarrollo, los problemas nuevos e imprevistos que nos plantea, las consecuencias negativas –casi nunca queridas y sin embargo reales– que trae consigo. Con razón nos preguntamos si somos capaces de conducir los procesos que nosotros mismos hemos puesto en marcha, si no se nos estarán yendo de las manos, si estamos haciendo lo suficiente para tenerlos bajo control.
Esta es la gran cuestión existencial de la humanidad de hoy frente a los diversos aspectos de la crisis global, que es al mismo tiempo ambiental, social, económica, política, moral y espiritual.
Os habéis reunido, representantes de diversas disciplinas científicas, de diferentes áreas de trabajo en las comunicaciones digitales, en el derecho y en la política, justamente porque sois conscientes de la importancia de estos desafíos relacionados con el progreso científico y técnico, y con visión de largo alcance habéis concentrado vuestra atención sobre ese reto, que es probablemente el más importante de todos para el futuro de la familia humana: la protección de la dignidad de los jóvenes, de su crecimiento saludable, de su alegría y de su esperanza.
Sabemos que hoy en día, los niños representan más de la cuarta parte de los más de tres mil millones de usuarios de Internet, lo que significa que más de 800 millones de niños navegan por la red. Sabemos que tan sólo en India, en los próximos dos años, más de 500 millones de personas tendrán acceso a la red, y la mitad de ellos serán menores. ¿Qué es lo que se encuentran en la red? ¿Y cómo son considerados por quienes, de tantas maneras, tienen poder sobre la red?
Debemos tener los ojos abiertos y no ocultar una verdad que es desagradable y que no quisiéramos ver. Por otra parte, ¿no hemos entendido demasiado bien en estos años que ocultar la realidad del abuso sexual es un gravísimo error y fuente de tantos males? Entonces, miremos la realidad tal y como la habéis visto en estos días. En la red se están propagando fenómenos extremadamente peligrosos: la difusión de imágenes pornográficas cada vez más extremas porque con la adicción se eleva el umbral de la estimulación; el creciente fenómeno del sexting entre chicos y chicas que utilizan las redes sociales; la intimidación que se da cada vez más en la red y representa una auténtica violencia moral y física contra la dignidad de los demás jóvenes; la sextortion; la captación a través de la red de menores con fines sexuales es ya un hecho del que hablan continuamente las noticias; hasta llegar a los crímenes más graves y estremecedores de la organización online del tráfico de personas, la prostitución, incluso de la preparación y la visión en directo de violaciones y violencia contra menores cometidos en otras partes del mundo. Por lo tanto, la red tiene su lado oscuro y regiones oscuras (la dark net) donde el mal consigue actuar y expandirse de manera siempre nueva y cada vez con más eficacia, extensión y capilaridad. La antigua difusión de la pornografía a través de medios impresos era un fenómeno de pequeñas dimensiones comparado con lo que está sucediendo hoy en día, de una manera cada vez más creciente y rápida, a través de la red. De todo esto habéis hablado claramente, de manera documentada y en profundidad, por eso os damos las gracias.
Ante todo esto ciertamente nos quedamos horrorizados. Pero lamentablemente estamos también desorientados. Como bien sabéis y así nos enseñáis, la característica de la red es su carácter global, que cubre todo el planeta superando todas las fronteras, siendo cada vez más capilar, alcanzando en cualquier parte todo tipo de usuarios, incluidos los niños, a través de dispositivos móviles cada vez más ágiles y fáciles de manejar. Por eso ahora nadie en el mundo, ninguna autoridad nacional por su cuenta se siente capaz de abarcar adecuadamente y de controlar las dimensiones y la evolución de estos fenómenos, que se entrelazan y se conectan con otros problemas dramáticos relacionados con la red, como el tráfico ilegal, el crimen económico y financiero, el terrorismo internacional. Incluso desde un punto de vista educativo nos sentimos desorientados, ya que la velocidad del desarrollo deja «fuera de juego» a las generaciones de más edad, haciendo que sea muy difícil o casi imposible el diálogo entre las generaciones y la transmisión equilibrada de las normas y de la sabiduría de vida adquirida con la experiencia de los años.
Pero no debemos dejarnos dominar por el miedo, que es siempre un mal consejero. Y mucho menos dejar que nos paralice el sentimiento de impotencia que nos oprime frente a la dificultad de la tarea. Estamos llamados en cambio a movilizarnos juntos, sabiendo que nos necesitamos mutuamente para buscar y encontrar el camino y las actitudes adecuadas que ayuden a dar respuestas eficaces. Debemos confiar en que «es posible volver a ampliar la mirada, y la libertad humana es capaz de limitar la técnica, orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral» (Enc. Laudato si’, 112).
Para que esta movilización sea eficaz, os invito a contrastar con decisión algunos posibles errores de perspectiva. Me limito a señalar tres.
El primero es el de subestimar el daño que los fenómenos antes mencionados hacen a los menores. La dificultad para resolverlos puede hacernos caer en la tentación de decir: «En el fondo, la situación no es tan grave …». Pero los avances en la neurobiología, la psicología, la psiquiatría, nos llevan a destacar el profundo impacto que las imágenes violentas y sexuales tienen en las dúctiles mentes de los niños, a reconocer los trastornos psicológicos que se manifiestan en el crecimiento, las situaciones y comportamientos adictivos, de auténtica esclavitud resultantes del abuso en el consumo de imágenes provocativas o violentas. Son trastornos que repercutirán fuertemente durante toda la vida de los niños actuales.
Y aquí permítaseme hacer una observación. Con razón se insiste en la gravedad de estos problemas para los menores, pero como consecuencia se puede subestimar o tratar de hacer olvidar que también se dan problemas en los adultos y que, aunque para los ordenamientos jurídicos se necesita un límite que distinga entre el menor y el mayor de edad, eso no es suficiente para afrontar los desafíos, porque la difusión de una pornografía cada vez más extrema y otros usos impropios de la red no sólo causan trastornos, adicciones y daños graves incluso entre los adultos, sino que afecta también a la representación simbólica del amor y a las relaciones entre los sexos. Y sería un grave engaño pensar que una sociedad en la que el consumo anómalo de sexo en la red se extiende entre los adultos será capaz de proteger eficazmente a los menores.
El segundo error es el de pensar que las soluciones técnicas automáticas, los filtros construidos en base a algoritmos cada vez más sofisticados para identificar y bloquear la difusión de imágenes abusivas y dañinas, son suficientes para hacer frente a los problemas. Ciertamente estas son medidas necesarias. Sin duda, las empresas que proporcionan a millones de personas redes sociales y dispositivos informáticos cada vez más potentes, capilares y veloces han de invertir en ello una parte proporcionalmente grande de sus numerosos ingresos. Pero también es necesario que, dentro de la dinámica misma del desarrollo técnico, sus actores y protagonistas perciban con mayor urgencia, en toda su amplitud y en sus diversas implicaciones, la fuerza de la exigencia ética.
Y es aquí donde nos encontramos con el tercer posible error de perspectiva, que consiste en una visión ideológica y mítica de la red como un reino de libertad sin límites. Precisamente entre vosotros hay también representantes de quienes tienen que elaborar las leyes y de aquellos que han de hacerla cumplir para garantizar y proteger el bien común y el de las personas. La red ha abierto un espacio nuevo y de gran alcance para la libre expresión y el intercambio de ideas e información. Y es ciertamente un bien, pero, como vemos, también ha ofrecido nuevos instrumentos para actividades ilícitas horribles y, en el ámbito que nos ocupa, para el abuso y el daño a la dignidad de los menores, para la corrupción de sus mentes y la violencia a sus cuerpos. Aquí no se trata de ejercicio de la libertad, sino de crímenes, contra los cuales debemos proceder con inteligencia y determinación, ampliando la cooperación entre los gobiernos y las fuerzas del orden a nivel global, en la misma medida en que la red se ha hecho global.
De todo esto habéis hablado entre vosotros, y en la «Declaración» que poco antes me habéis presentado habéis indicado algunas de las direcciones en las que hay que promover la cooperación concreta entre todos los que están llamados a comprometerse para afrontar el gran reto de la defensa de la dignidad de los menores en el mundo digital. Apoyo con gran determinación y firmeza el compromiso que habéis asumido.
Se trata de despertar la conciencia sobre la gravedad de los problemas, de hacer leyes apropiadas, de controlar el desarrollo de la tecnología, de identificar a las víctimas y perseguir a los culpables de crímenes, de ayudar en su rehabilitación a los menores afectados, de colaborar con los educadores y las familias para que cumplan con su misión, de educar con creatividad a los jóvenes para que usen adecuadamente Internet –y sea saludable para ellos y para los demás menores–, de desarrollar la sensibilidad y la formación moral, de continuar con la investigación científica en todos los campos relacionados con este desafío.
Con razón expresáis el deseo de que también los líderes religiosos y las comunidades de creyentes participen en este esfuerzo común, aportando toda su experiencia, su autoridad y su capacidad educativa y de formación moral y espiritual. En efecto, sólo la luz y la fuerza que vienen de Dios nos pueden ayudar a afrontar los nuevos desafíos. Por cuanto respecta a la Iglesia Católica, quiero asegurar su disponibilidad y compromiso. Como todos sabemos, la Iglesia Católica en los últimos años se ha hecho cada vez más consciente de no haber hecho lo suficiente en su interior para la protección de los menores: han salido a la luz hechos gravísimos de los que hemos tenido que reconocer nuestra responsabilidad ante Dios, ante las víctimas y ante la opinión pública. Precisamente por eso, por las dramáticas experiencias vividas y los conocimientos adquiridos en el compromiso de conversión y purificación, la Iglesia siente hoy un deber especialmente grave de comprometerse, de manera cada vez más profunda y con visión de futuro, en la protección de los menores y de su dignidad, tanto dentro de ella como en toda la sociedad y en todo el mundo; y esto no lo realiza ella sola –porque sería evidentemente insuficiente– sino ofreciendo su colaboración activa y cordial a todas las fuerzas y miembros de la sociedad que desean comprometerse en la misma dirección. En este sentido, se adhiere al objetivo de «poner fin al maltrato, la explotación, la trata y todas las formas de violencia y tortura contra los niños», establecido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible 2030 (Objetivo 16.2).
En muchas ocasiones y en tantos países diferentes, mi mirada se ha cruzado con la de los niños, pobres y ricos, sanos y enfermos, los que están alegres y los que sufren. Sentirse mirado por los ojos de los niños es una experiencia que todos conocemos y que nos toca en lo más hondo del corazón, y que también nos obliga a un examen de conciencia. ¿Qué hacemos para que estos niños nos puedan mirar sonriendo y conserven una mirada limpia, llena de confianza y de esperanza? ¿Qué hacemos para que no se les robe esta luz, para que esos ojos no sean perturbados y corrompidos por lo que encontrarán en la red, que será parte integral e importantísima de su ambiente de vida?
Trabajemos por tanto todos juntos para tener siempre el derecho, el valor y la alegría de mirar a los ojos de los niños de todo el mundo. Gracias.