Señores cardenales, queridos hermanos obispos y sacerdotes, hermanos y hermanas:
Os doy la bienvenida al final del Congreso internacional sobre la Ratio Fundamentalis, promovido por la Congregación para el Clero y agradezco al cardenal prefecto las amables palabras que me ha dirigido.
El tema de la formación sacerdotal es crucial para la misión de la Iglesia: la renovación de la fe y el futuro de las vocaciones sólo es posible si tenemos sacerdotes bien formados.
Sin embargo, lo que me gustaría decir en primer lugar es esto: la formación de los sacerdotes depende ante todo de la acción de Dios en nuestra vida y no de nuestras actividades. Es una obra que requiere el valor para dejarse modelar por el Señor, para que transforme nuestro corazón y nuestra vida. Esto hace pensar en la imagen bíblica de la arcilla en manos del alfarero (cf. Jr 18, 1 - 10) y el episodio en el que el Señor le dice al profeta Jeremías: (Jr 18, 2) «Levántate y baja a la alfarería». El profeta va y, observando al alfarero que trabaja la arcilla, comprende el misterio del amor misericordioso de Dios. Descubre que Israel está custodiado en las manos amorosas de Dios, que, como un alfarero paciente, se hace cargo de su criatura, pone la arcilla en el torno, la moldea, la plasma y, por lo tanto, le da una forma. Si se da cuenta de que la vasija no ha salido bien, entonces el Dios de la misericordia echa otra vez la arcilla en la masa y con la ternura del Padre, de nuevo empieza a moldearla.
Esta imagen nos ayuda a comprender que la formación no se resuelve con alguna actualización cultural o con una iniciativa local esporádica. Dios es el artesano paciente y misericordioso de nuestra formación sacerdotal y, como está escrito en la Ratio este trabajo dura toda la vida. Cada día descubrimos –como san Pablo– que llevamos «este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2Co 4, 7), y cuando nos separamos de nuestros cómodos hábitos, de la rigidez de nuestros esquemas y de la presunción de haber llegado ya, y tenemos el valor de ponernos ante el Señor, entonces Él puede reanudar su trabajo en nosotros, nos plasma y nos transforma.
Tenemos que decirlo con fuerza: si uno no se deja formar cada día por el Señor, se vuelve un sacerdote apagado, que se arrastra en el ministerio por inercia, sin entusiasmo por el Evangelio ni pasión por el Pueblo de Dios. En cambio, el sacerdote que día tras día se confía en las manos expertas del Alfarero con la «A» mayúscula, conserva a lo largo del tiempo el entusiasmo en el corazón, acoge con alegría la frescura del Evangelio, habla con palabras capaces de tocar la vida de la gente; y sus manos, ungidas por el obispo el día de la ordenación, son capaces de ungir a su vez las heridas, las expectativas y las esperanzas del Pueblo de Dios.
Y ahora llegamos a un segundo aspecto importante: ¡cada uno de nosotros, los sacerdotes, estamos llamados a colaborar con el Alfarero divino! No somos sólo arcilla, sino también ayudantes del Alfarero, colaboradores de su gracia. En la formación sacerdotal, la inicial y la permanente, – ¡las dos son importantes!– podemos identificar al menos tres protagonistas, que también se encuentran en la «casa del alfarero».
El primero somos nosotros mismos. En la Ratio está escrito: «El primer y principal responsable de la formación permanente es mismo presbítero» (n. 82). ¡Precisamente así! Permitimos que Dios nos moldee y asumimos «los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Fil 2, 5), sólo cuando no nos cerramos en la pretensión de ser una obra ya cumplida, y nos dejamos guiar por el Señor convirtiéndonos cada día más y más en discípulos suyos. Para ser protagonista de la propia formación, el seminarista o sacerdote tendrá que decir «síes» y «noes»: más que el ruido de las ambiciones humanas, preferirá el silencio y la oración; más que la confianza en sus obras, se abandonará en manos del alfarero y en su creatividad providencial; más que por esquemas preconcebidos se dejará guiar por una inquietud saludable del corazón, de modo que oriente su ser incompleto hacia la alegría del encuentro con Dios y con los demás. Más que el aislamiento, buscará la amistad con los hermanos en el sacerdocio y con su gente, sabiendo que su vocación nace de un encuentro de amor: con Jesús y con el Pueblo de Dios.
El segundo protagonista son los formadores y los obispos. La vocación nace, crece y se desarrolla en la Iglesia. Así, las manos del Señor que moldean esta vasija de barro, actúan a través del cuidado de los que, en la Iglesia, están llamados a ser los primeros formadores de la vida sacerdotal: el rector, los directores espirituales, los educadores, los que se ocupan de la formación permanente del clero y, sobre todos, el obispo, que con razón la Ratio define como «el primer responsable de la admisión en el Seminario y de la formación para el sacerdocio» (n. 128).
Si un formador o un obispo no «baja a la alfarería» y no colabora con la obra de Dios, ¡no podemos tener sacerdotes bien formados!
Esto requiere una atención especial por las vocaciones al sacerdocio, una cercanía cargada de ternura y de responsabilidad por la vida de los sacerdotes, una capacidad para ejercer el arte del discernimiento como instrumento privilegiado de todo el camino sacerdotal. Y –me gustaría decir sobre todo a los obispos– ¡trabajad juntos! Tened un corazón grande y una visión amplia para que vuestra acción pueda cruzar los confines de la diócesis y entrar en conexión con la obra de los otros hermanos obispos. Sobre la formación de los sacerdotes hace falta hablar más, superar el parroquialismo, tomar decisiones compartidas, poner en marcha juntos buenos recorridos formativos, y preparar formadores a la altura de esta tarea tan importante. Tened en el corazón la formación de los sacerdotes, la Iglesia necesita sacerdotes capaces de anunciar el Evangelio con entusiasmo y sabiduría, de encender la esperanza allí donde las cenizas han cubierto las brasas de la vida, y de generar confianza en los desiertos de la historia.
Por último, el Pueblo de Dios. No lo olvidemos nunca: la gente, con sus situaciones complejas, con sus preguntas y necesidades, es un gran «torno» que plasma la arcilla de nuestro sacerdocio. Cuando salimos hacia el Pueblo de Dios, nos dejamos plasmar por sus expectativas, tocando sus heridas, vemos que el Señor transforma nuestra vida. Si al pastor se le asigna una porción del pueblo, también es cierto que al pueblo se le asigna el sacerdote. Y, a pesar de las resistencias y las incomprensiones, si caminamos en medio del pueblo y nos entregamos generosamente, nos daremos cuenta de que es capaz de gestos sorprendentes de atención y ternura hacia sus sacerdotes. Es una verdadera escuela de educación humana, espiritual, intelectual y pastoral. El sacerdote, efectivamente, debe estar entre Jesús y la gente: con el Señor, en la Montaña, renueva cada día la memoria de la llamada; con las personas, en el valle, sin asustarse nunca de los riesgos ni endurecerse en los juicios, se ofrece a sí mismo como el pan que alimenta y el agua que apaga la sed, «pasando y haciendo el bien» a los que encuentra en el camino y ofreciéndoles la unción del Evangelio.
Así se forma el sacerdote: huyendo tanto de una espiritualidad sin carne, como también, a la inversa, de un compromiso mundano sin Dios.
Queridos todos, la pregunta que nos debe interpelar en profundidad, cuando bajamos a la alfarería es esta: ¿Qué sacerdote quiero ser? ¿Un «cura de salón», uno tranquilo y asentado, o un discípulo misionero cuyo corazón arde por el Maestro y por el Pueblo de Dios? ¿Uno que se acomoda en su propio bienestar o un discípulo en camino? ¿Un tibio que prefiere la vida tranquila, o un profeta que despierta en el corazón del hombre el deseo de Dios?
La Virgen María, a quien hoy veneramos como Nuestra Señora del Rosario, nos ayude a caminar con alegría en el servicio apostólico y haga nuestro corazón semejante al suyo: humilde y dócil, como arcilla en las manos del alfarero. Os bendigo, y por favor no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.