Viaje apostólico a Myanmar y Bangladés (26.XI-2.XII.17)
Distinguidos invitados, queridos amigos:
Este encuentro, que reúne a los representantes de las diversas comunidades religiosas de este país, constituye un momento muy significativo de mi visita a Bangladesh. Nos hemos reunido para profundizar nuestra amistad y para expresar el deseo unánime del don de una paz genuina y duradera.
Mi agradecimiento al Cardenal D’Rozario por sus gentiles palabras de bienvenida y a cuantos me han acogido con afecto en nombre de las comunidades musulmana, hinduista, budista, cristiana y también de la sociedad civil. Agradezco la presencia del Obispo anglicano de Dhaka, de las diversas comunidades cristianas y de todos los que han contribuido para hacer posible esta reunión.
Las palabras que hemos escuchado, y también los cantos y las danzas que han animado nuestra asamblea, nos han hablado de modo elocuente del deseo de armonía, fraternidad y paz encarnado en las enseñanzas de las religiones del mundo. Que nuestro encuentro de esta tarde pueda ser un signo claro del esfuerzo de los líderes y de los seguidores de las religiones presentes en este país por vivir juntos con respeto recíproco y buena voluntad. Que este compromiso, aquí en Bangladesh, donde el derecho a la libertad religiosa es un principio fundamental, sea una llamada de atención respetuosa pero firme hacia quien busque fomentar la división, el odio y la violencia en nombre de la religión.
Es un signo particularmente reconfortante de nuestros tiempos que los creyentes y las personas de buena voluntad se sientan cada vez más llamados a cooperar en la formación de una cultura del encuentro, del diálogo y de la colaboración al servicio de la familia humana. Esto requiere más que una simple tolerancia. Nos estimula a tender la mano al otro en actitud de comprensión y confianza recíproca, para construir una unidad que considere la diversidad no como amenaza, sino como fuente de enriquecimiento y crecimiento. Nos exhorta a tener apertura de corazón, para ver en los otros un camino, no un obstáculo.
Permitidme explorar brevemente algunas características esenciales de esta «apertura del corazón», que es la condición para una cultura del encuentro.
En primer lugar, es una puerta. No es una teoría abstracta, sino una experiencia vivida. Nos permite entablar un diálogo de vida, no un simple intercambio de ideas. Requiere buena voluntad y capacidad de acogida, pero no debe ser confundida con la indiferencia o la reticencia al expresar nuestras convicciones más profundas. Implicarse fructuosamente con el otro significa compartir nuestra identidad religiosa y cultural, pero siempre con humildad, honestidad y respeto.
La apertura del corazón es también similar a una escalera que se eleva hacia el Absoluto. Recordando esta dimensión trascendente de nuestra actividad, nos damos cuenta de la necesidad de purificar nuestros corazones, para poder ver las cosas en su justa perspectiva. A cada paso nuestra visión se hará más clara y recibiremos la fuerza para perseverar en el compromiso de comprender y valorizar a los demás, con sus puntos de vista. De este modo, encontraremos la sabiduría y la fuerza necesarias para tender a todos una mano amiga.
La apertura del corazón es además un camino que conduce a la búsqueda de la bondad, la justicia y la solidaridad. Nos impulsa a buscar el bien de nuestros vecinos. En su carta a los cristianos de Roma, san Pablo exhorta: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12, 21). Este es un sentimiento que todos nosotros podemos imitar. La solicitud religiosa por el bien de nuestro prójimo, que emana de un corazón abierto, corre como un gran río, irrigando las tierras áridas y desiertas del odio, la corrupción, la pobreza y la violencia, que dañan las vidas humanas, dividen a las familias y desfiguran el don de la creación.
Las diversas comunidades religiosas de Bangladesh han abrazado este camino mediante el compromiso por el cuidado de la tierra, nuestra casa común, y la respuesta a los desastres naturales que han asolado la nación en los últimos años. Pienso también en la manifestación común de dolor, oración y solidaridad que ha acompañado el trágico derrumbe del Rana Plaza, que sigue impreso en la mente de todos. En estas diversas expresiones vemos cómo el camino de la bondad conduce a la cooperación para servir a los demás.
Un espíritu de apertura, aceptación y cooperación entre los creyentes no contribuye simplemente a una cultura de armonía y paz, sino que es su corazón palpitante. ¡Cuánto necesita el mundo de este corazón que late con fuerza, para combatir el virus de la corrupción política, las ideologías religiosas destructivas, la tentación de cerrar los ojos a las necesidades de los pobres, de los refugiados, de las minorías perseguidas y de los más vulnerables! ¡Cuánta capacidad de apertura se necesita para acoger a las personas de nuestro mundo, especialmente a los jóvenes, que a veces se sienten solos y desconcertados en la búsqueda del sentido de la vida!
Queridos amigos, os agradezco los esfuerzos que realizáis para promover la cultura del encuentro, y os ruego que, demostrando el compromiso común de los seguidores de las religiones por discernir el bien y ponerlo en práctica, ayudemos a todos los creyentes a crecer en la sabiduría y en la santidad, y a cooperar para construir un mundo cada vez más humano, unido y pacífico.
Abro mi corazón a todos vosotros y os reitero mi agradecimiento por vuestra acogida. Recordémonos unos a otros en nuestras oraciones.
Palabras del Santo Padre Francisco a un grupo de refugiados rohinyás
Queridos hermanos y hermanas, todos estamos cerca de vosotros. Es poco lo que podemos hacer porque vuestra tragedia es muy grande. Pero hay espacio en nuestro corazón para vosotros. En el nombre de todos, de aquellos que os persiguen, aquellos que han hecho el mal, especialmente por la indiferencia del mundo, os pido perdón. Perdón. Muchos de vosotros me habéis hablado del gran corazón de Bangladesh que os ha acogido. Ahora hago un apelo a vuestro gran corazón para que podáis darnos el perdón que pedimos.
Queridos hermanos y hermanas, el relato judeocristiano de la creación dice que el Señor, que es Dios, creó al hombre a su imagen y semejanza. Todos nosotros somos esta imagen. También estos hermanos y hermanas. Ellos también son una imagen del Dios viviente. Una tradición de vuestras religiones dice que Dios, al principio, tomó un poco de sal y la arrojó al agua, que era el alma de todos los hombres; y cada uno de nosotros trae algo de la sal divina. Estos hermanos y hermanas llevan dentro la sal de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, mostremos a todos lo que el egoísmo del mundo hace con la imagen de Dios. Continuemos haciéndoles el bien, para ayudarlos; sigamos avanzando para que sus derechos sean reconocidos. No cerremos los corazones, no miremos para otro lado. La presencia de Dios, hoy, también se llama «rohinyá». Que cada uno dé su propia respuesta.