Queridos hermanos y hermanas:
Os doy la bienvenida con motivo del Consejo Plenario de la Comisión Católica Internacional para las migraciones. Agradezco cordialmente al presidente, el cardenal Njue –que tiene un gran sentido del humor– sus palabras de saludo y la breve síntesis de vuestros trabajos.
Como ya hizo san Juan Pablo II, haciéndose eco de las palabras del beato Giovanni Battista Montini, quiero reiterar que la causa de este organismo al que pertenecéis es la causa de Cristo mismo (cf. Discurso a los miembros de la ICMC, 12 de noviembre 2001: Enseñanzas XXIV 2 [2001], 712). Esta realidad no ha cambiado con el tiempo, de hecho, el compromiso se ha reforzado en vista de las condiciones inhumanas en las que se encuentran millones de hermanos y hermanas migrantes y refugiados en diferentes partes del mundo. Como ocurrió en los tiempos del pueblo de Israel esclavo en Egipto, el Señor escucha su clamor y conoce sus sufrimientos (cf. Ex 3, 7). La liberación de los miserables, de los oprimidos y de los perseguidos es una parte integral, hoy como ayer, de la misión que Dios ha confiado a la Iglesia. Y el trabajo de vuestra Comisión es una expresión tangible de este compromiso misionero. Muchas cosas han cambiado desde 1951, fecha de su fundación: las necesidades son cada vez más complejas; las herramientas para responder a ellas se han vuelto más sofisticadas; el servicio se ha ido haciendo gradualmente más profesional. Ninguno de estos cambios, sin embargo, ha logrado –gracias a Dios– disminuir la fidelidad de la Comisión a su misión. Gracias.
El Señor mandó a Moisés en medio de su pueblo oprimido para secar sus lágrimas y dar esperanza (cf. Ex 3, 16-17). En más de 65 años de actividad, la Comisión se ha distinguido en la realización, en nombre de la Iglesia, de una obra poliédrica de asistencia a los migrantes y refugiados en las más variadas situaciones de vulnerabilidad. Las múltiples iniciativas adoptadas en los cinco continentes son formas ejemplares de los 4 verbos –sostener, proteger, promover e integrar– con los que quise hacer explícita la respuesta pastoral de la Iglesia frente a las migraciones (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2018). Espero que esta obra prosiga, animando a las Iglesias locales a afanarse por las personas que han sido forzadas a abandonar su patria y que se convierten, demasiado a menudo, en víctimas de engaños, violencia y abusos de todo tipo. Gracias a la experiencia inestimable, acumulada durante tantos años de trabajo, la Comisión podrá prestar una asistencia cualificada a las Conferencias Episcopales y a las diócesis que todavía están tratando de organizarse con el fin de responder mejor a este reto histórico.
«Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto» (Ex 3, 10). Así el Señor envió a Moisés a Faraón para convencerlo de que liberase a su pueblo. Para liberar a los oprimidos, a los descartados y a los esclavos de hoy, es esencial promover un diálogo abierto y sincero con los gobernantes, un diálogo que atesore la experiencia vivida, el sufrimiento y las aspiraciones de la gente, para llamar a cada una de sus responsabilidades. Los procesos iniciados por la comunidad internacional hacia un pacto global sobre los refugiados y otro para la migración segura, ordenada y regular representan una oportunidad ideal para lograr este diálogo.
También en este sentido, la Comisión está a la vanguardia para ofrecer una contribución valiosa y competente con el fin de encontrar esas nuevas formas propuestas por la comunidad internacional para responder de forma acertada a estos fenómenos que caracterizan nuestra época.
Y me alegro de que muchas de las Conferencias Episcopales aquí representadas estén caminando en esa dirección, en comunión de intenciones que da testimonio ante el mundo entero de la solicitud pastoral de la Iglesia hacia nuestros hermanos y hermanas migrantes y refugiados.
El trabajo no está terminado. Juntos debemos alentar a los Estados a que concuerden las respuestas más adecuadas y eficaces a los desafíos de los fenómenos migratorios; y podemos hacerlo sobre la base de los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia. También tenemos que esforzarnos por asegurar que a las palabras –codificadas en los dos Pactos mencionados– les sigan compromisos concretos en nombre de la responsabilidad global y compartida. Pero el compromiso de la Comisión va más allá. Pido al Espíritu Santo que continúe iluminando vuestra importante misión, manifestando el amor misericordioso de Dios a nuestros hermanos y hermanas migrantes y refugiados.
Os aseguro mi cercanía y mi oración; y vosotros, os lo ruego, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.