Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me alegra encontraros y decir hoy con vosotros: ¡gracias! Gracias a Dios y también a vosotros, sobre todo a aquellos que han hecho un largo viaje para estar aquí. Gracias por el «sí» que habéis dicho, por haber acogido la llamada del Señor a vivir el Evangelio y a evangelizar. Y un gracias muy grande también a quien comenzó el Camino Neocatecumenal hace cincuenta años.
Cincuenta es un número importante en la Escritura: en el quincuagésimo día, el Espíritu del Resucitado descendió sobre los apóstoles y manifestó al mundo la Iglesia. Aun antes, Dios había bendecido el quincuagésimo año: «Este año cincuenta será para vosotros un jubileo» (Lv 25, 11). Un año santo, en el que el pueblo elegido vería nuevos hechos, como la liberación y el regreso a casa de los oprimidos: «Proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes –había dicho el Señor– […] Cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia» (Lev 25, 10). Después de cincuenta años del Camino, sería hermoso que cada uno de vosotros dijera: «Gracias, Señor, porque realmente me has liberado; porque en la Iglesia he encontrado a mi familia; porque en tu Bautismo las cosas viejas han pasado y saboreo una vida nueva (cf. 2Co 5, 17); porque a través del Camino me has indicado el sendero para descubrir tu tierno amor de Padre».
Queridos hermanos y hermanas, al final cantaréis el «Te Deum de acción de gracias por el amor y la fidelidad de Dios». Es muy hermoso: dar gracias a Dios por su amor y por su fidelidad. A menudo le damos gracias por sus dones, por lo que nos da, y está bien hacerlo. Pero es todavía mejor darle gracias por lo que es, porque es el Dios fiel en el amor. Su bondad no depende de nosotros. Hagamos lo que hagamos, Dios sigue amándonos fielmente. Esta es la fuente de nuestra confianza, el gran consuelo de la vida. Así que, ¡ánimo, no os entristezcáis nunca! Y cuando las nubes de los problemas parezcan adensarse sobre vuestras jornadas, recordad que el amor fiel de Dios resplandece siempre, como el sol que no se pone. Acordaos de su bien, más fuerte que cualquier mal, y el dulce recuerdo del amor de Dios os ayudará en cada angustia.
Falta todavía un gracias importante: a los que vais a ir en misión. Siento que tengo que deciros algo, de todo corazón, precisamente sobre la misión, sobre la evangelización, que es hoy la prioridad de la Iglesia. Porque misión es dar voz al amor fiel de Dios, es anunciar que el Señor nos ama y nunca se cansará de mí, de ti, de nosotros y de este mundo nuestro, del que, quizás, nosotros nos cansamos. Misión es donar lo que hemos recibido. Misión es cumplir el mandato de Jesús que hemos escuchado y sobre el cual me gustaría reflexionar con vosotros: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19).
Id. La misión requiere partir. Pero en la vida es fuerte la tentación de quedarse, de no correr riesgos, de contentarse con tener la situación bajo control. Es más fácil quedarse en casa, rodeado de aquellos que nos quieren, pero no es el camino de Jesús. Él envía: «Id». No usa términos medios. No autoriza excursiones cortas o viajes reembolsados, sino que dice a sus discípulos, a todos sus discípulos, una palabra solo: «¡Id!» Id: una fuerte llamada que resuena en cada rincón de la vida cristiana; una clara invitación a estar siempre en salida, peregrinos en el mundo en busca del hermano que aún no conoce la alegría del amor de Dios.
¿Pero cómo se puede ir? Hay que ser ágil, no se pueden llevar todos los adornos de casa. Lo enseña la Biblia: cuando Dios liberó al pueblo elegido, hizo que fuera al desierto solo con el equipaje de su confianza en Él. Y cuando se hizo hombre, Él mismo caminó en la pobreza, sin tener donde reposar su cabeza (cf. Lc 9, 58). Pide a los suyos el mismo estilo. Para viajar hay que ir ligeros. Para anunciar hay que renunciar. Solo una Iglesia que renuncia al mundo anuncia bien al Señor. Solo una Iglesia liberada del poder y del dinero, libre de triunfalismos y clericalismos testimonia de manera creíble que Cristo libera al hombre. Y quien, por su amor, aprende a renunciar a las cosas que pasan, abraza este gran tesoro: la libertad. No se queda enredado en sus apegos, que cada vez le piden algo más, pero nunca dan paz, y siente que el corazón se expande, sin inquietudes, disponible para Dios y para los hermanos.
«Ir» es el verbo de la misión y todavía nos dice algo más: que se conjuga en plural. El Señor no dice: vete tú, luego tú, luego tú…», sino «id» ¡juntos! no es plenamente misionero quien va solo, sino quien camina conjuntamente. Caminar juntos es siempre un arte que hay que aprender cada día. Hay que tener cuidado, por ejemplo, de no dictar el paso a los demás. Más bien, hay que acompañar y esperar, recordando que el camino del otro no es idéntico al mío. Como en la vida, nadie tiene el paso exactamente igual que otro, así también en la fe y en la misión: se avanza juntos, sin aislarse y sin imponer el propio sentido de marcha, se avanza unidos, como Iglesia, con los pastores, con todos los hermanos, sin fugas hacia adelante y sin quejarse de quien tiene el paso más lento. Somos peregrinos que, acompañados por los hermanos, acompañamos a otros hermanos, y es bueno hacerlo personalmente, con cuidado y respeto por el camino de cada uno y sin forzar el crecimiento de nadie, porque la respuesta a Dios madura solo en la libertad auténtica y sincera.
Jesús resucitado dice: «Haced discípulos». Esta es la misión. No dice: conquistad, ocupad, sino «haced discípulos», es decir, compartid con los otros el don que habéis recibido, el encuentro de amor que os ha cambiado la vida. Es el corazón de la misión: testimoniar que Dios nos ama y que con Él es posible el amor verdadero, el que lleva a dar la vida en todas partes, en la familia, en el trabajo, como personas consagradas, como esposos. Misión es volverse discípulos con los nuevos discípulos de Jesús. Es redescubrirse parte de una Iglesia discípula. Ciertamente, la Iglesia es maestra, pero no puede ser maestra si antes no es discípula, así como tampoco puede ser madre si antes no es hija. He aquí a nuestra Madre: una Iglesia humilde, hija del Padre y discípula del Maestro, feliz de ser hermana de la humanidad. Y esta dinámica del discipulado –el discípulo que hace discípulos– es totalmente diferente de la dinámica del proselitismo.
Aquí reside la fuerza del anuncio, para que el mundo crea. No cuentan los argumentos que convencen, sino la vida que atrae; no la capacidad de imponerse, sino el valor de servir. Y vosotros tenéis en vuestro ADN esta vocación para anunciar la vida en familia, siguiendo el ejemplo de la Sagrada Familia: con humildad, sencillez y alabanza. Llevad este ambiente familiar a tantos lugares desolados y privados de afecto. Haceos reconocer como amigos de Jesús. Llamad amigos a todos y sed amigos de todos.
«Id y haced discípulos a todas las gentes». Y cuando Jesús dice todas parece que quiera subrayar que en su corazón hay lugar para cada pueblo. Nadie está excluido. Como los hijos para un padre y una madre: incluso si son muchos, grandes y pequeños, cada uno es amado con todo el corazón. Porque el amor, al darse, no disminuye, sino que aumenta. Y siempre está lleno de esperanza. Como los padres, que no ven en primer lugar los defectos y las faltas de sus hijos, sino a sus propios hijos y con esta perspectiva acogen sus problemas y sus dificultades, también así hacen los misioneros con los pueblos amados por Dios. No ponen en primera fila los aspectos negativos y las cosas para cambiar, sino que «ven con el corazón», con una mirada que aprecia, un enfoque que respeta, una confianza que tiene paciencia. Id así en misión, pensando que «jugáis en casa». Porque el Señor es de casa ante todos los pueblos y su Espíritu ya ha sembrado antes de vuestra llegada. Y pensando en nuestro Padre, que ama tanto al mundo (Jn 3, 16), sed apasionados de la humanidad, colaboradores de la alegría de todos (2Co 1, 24), estimados por ser próximos, oíbles por estar al lado. Amad las culturas y tradiciones de los pueblos, sin aplicar modelos preestablecidos. No partáis de teorías y esquemas, sino de situaciones concretas: así será el Espíritu quien dará forma al anuncio según sus tiempos y sus formas. Y la Iglesia crecerá a su imagen: unida en la diversidad de los pueblos, de los dones y de los carismas.
Queridos hermanos y hermanas, vuestro carisma es un gran don de Dios para la Iglesia de nuestro tiempo. Demos gracias al Señor por estos cincuenta años. ¡Un aplauso por los cincuenta años! Y mirando a su paterna, fraterna y amorosa fidelidad, no perdáis nunca la confianza: Él os protegerá, empujándoos al mismo tiempo a ir, como discípulos amados, hacia todas las gentes, con sencillez humilde. Os acompaño y os animo: ¡adelante! ¡Y por favor no os olvidéis de rezar por mí, que me quedo aquí!