Gracias por esta visita, gracias al Señor cardenal por sus palabras.
He preparado una reflexión aquí, que entregaré al cardenal, y me permito hablar un poco improvisando sobre lo que viene de mi corazón.
Cuando hablamos de vocaciones, muchas cosas me vienen a la mente, muchas cosas que decir, que se pueden pensar o hacer, planes apostólicos o propuestas … Pero antes que nada me gustaría aclarar una cosa: que el trabajo para las vocaciones, con las vocaciones, no debe ser, no es proselitismo. No es "buscar nuevos socios para este club". No. Debe moverse a lo largo de la línea de crecimiento que Benedicto XVI nos indicó tan claramente: el crecimiento de la Iglesia es por atracción, no por proselitismo. Así. Nos lo dijo también a nosotros [obispos latinoamericanos] en Aparecida. No se trata de buscar dónde encontrar gente… como aquellas monjitas que iban a Filipinas en los años 90. No tenían casas en Filipinas, pero iban allí y traían a las chicas aquí. Y recuerdo que en el Sínodo de 1994 salió en el periódico: "La trata de novicias". La Conferencia episcopal de Filipinas dijo: "No. En primer lugar, nadie viene aquí para pescar vocaciones, no". Y las hermanas que tengan casas en Filipinas, que hagan la primera parte de la formación en Filipinas. Esto evita algunas deformaciones. Quería aclarar esto, porque el espíritu del proselitismo nos hace daño.
Luego, pienso –a propósito de la vocación– en la capacidad de las personas que ayudan. Ayudar a un joven o a una joven a elegir la vocación de su vida, ya sea como laico, laica, sacerdote o religiosa, es ayudar a asegurar que encuentre el diálogo con el Señor. Que aprenda a preguntarle al Señor: "¿Qué quieres de mí?" Esto es importante, no es una convicción intelectual, no: la elección de una vocación debe nacer del diálogo con el Señor, cualquiera que sea la vocación. El Señor me inspira a seguir una vida así, a lo largo de este camino. Y eso significa un buen trabajo para vosotros: ayudar al diálogo. Se entiende que si no dialogáis con el Señor, será bastante difícil enseñar a otros a hablar. Diálogo con el Señor.
Después, las actitudes. Trabajar con los jóvenes requiere mucha paciencia, mucha; mucha capacidad de escucha, porque a veces los jóvenes se repiten, se repiten… Paciencia y capacidad de escucha. Y luego rejuvenecerse: es decir, ponerse en movimiento, moverse con ellos. Hoy en día, el trabajo con los jóvenes, en general, de cualquier tipo, se realiza en movimiento. Cuando yo era joven, el trabajo con los jóvenes se hacía en círculos de reflexión. Nos reuníamos, reflexionábamos sobre ese tema, luego sobre otro, cada uno estudiaba el tema primero… Y estábamos satisfechos y hacíamos algunas obras de misericordia, visitas a hospitales, a alguna casa de retiro… Pero era más sedentario. Hoy los jóvenes están en movimiento, y hay que trabajar con ellos en movimiento, y tratar de ayudarlos a encontrar la vocación en sus vidas. Eso cansa… ¡Hay que cansarse! No se puede trabajar por las vocaciones sin cansarse. Es lo que la vida, la realidad, el Señor, y todos nos piden.
Luego otra cosa: el lenguaje del Señor. Hoy estuve en una reunión con la Comisión COMECE. El presidente hizo una reflexión y me dijo: "Fui a Tailandia con un grupo de 30 a 40 jóvenes para hacer reconstrucciones en el norte, para ayudar a esas personas". "¿Y por qué hace eso?", le pregunté. Y me dijo: "Para entender bien el lenguaje de los jóvenes". A veces hablamos con los jóvenes tal y cómo estamos acostumbrados a hablar con los adultos. Para ellos, muchas veces nuestro idioma es "esperanto", es como si estuviéramos hablando esperanto, porque no entienden nada. Comprender su lenguaje, que es un lenguaje pobre de comunión, porque saben mucho sobre los contactos, pero no comunican. Comunicar es quizás el reto que deberíamos tener con los jóvenes. La comunicación, la comunión. Enseñarles que la informática es buena, sí, para tener algún contacto, pero ese no es el lenguaje: es un lenguaje "gaseoso". El lenguaje real es comunicar. Comunicar, hablar… Y este es un trabajo de filigrana, de "encaje", como dicen aquí. Es un trabajo que hacer yendo paso a paso. También depende de nosotros entender lo que significa para una persona joven vivir siempre "en conexión", donde la capacidad de recogerse en sí mismo se ha ido: este es un trabajo para los jóvenes. No es fácil, no es fácil, pero uno no puede ir con ideas preconcebidas o con la imposición puramente doctrinal, en el buen sentido de la palabra: "Tú debes hacer esto". No. Debemos acompañar, guiar y ayudar para que el encuentro con el Señor les haga ver cuál es el camino en la vida. Los jóvenes son diferentes, son diferentes en todos los lugares, pero son iguales en la inquietud, en la sed de grandeza, en el deseo de hacer el bien. Todos son iguales. Hay diversidad e igualdad.
Tal vez [pueda serviros] esto que me ha salido deciros, en lugar de leer el discurso, que tendréis para reflexionar. Gracias por vuestro trabajo. No perdáis la esperanza, y seguid adelante, con alegría.
Y ahora que veo a este valiente capuchino de Islandia, terminamos con un chiste. En el norte de su tierra, hace 40 bajo cero en invierno. Y hubo uno de sus fieles que fue a comprar una nevera, y le preguntaron: "¿Pero por qué vas a comprar la nevera?" – "¡Para calentar a mi hijo!".
Es mediodía, recemos juntos el Regina Coeli.
Queridos hermanos y hermanas:
Saludo a todos los que participan en este congreso, que quiere promover la implementación del Sínodo de los Obispos dedicado a los jóvenes. Os agradezco el trabajo que lleváis a cabo en vuestros respectivos campos de servicio y también el esfuerzo por confrontaros y compartir experiencias. Por mi parte, me gustaría señalar algunas líneas que son particularmente importantes para mí. En la Exhortación Apostólica Christus vivit alenté «a crecer en la santidad y el compromiso con la propia vocación» (No. 3). También os aliento a vosotros que trabajáis en el llamado "viejo continente", a creer que «todo lo que toca Cristo se vuelve joven y se llena de vida» (cf. ibid., 1).
Las tres líneas que os indico son: la santidad, como un llamado que da sentido al camino de toda la vida; la comunión, como "humus" de vocaciones en la Iglesia; la vocación misma, como palabra clave a preservar, combinándola con las demás: "felicidad", "libertad" y "juntos" y finalmente a declinarla como una consagración especial.
El discurso sobre la vocación siempre nos lleva a pensar en los jóvenes, porque «la juventud es el momento privilegiado para tomar las decisiones de la vida y para responder a la llamada de Dios» (Doc. final del Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes, 140). Esto es bueno, pero no debemos olvidar que la vocación es un camino que dura toda la vida. De hecho, la vocación atañe al tiempo de la juventud por cuanto se refiere a la orientación y la dirección que deben tomarse en respuesta a la invitación de Dios, y atañe a la vida adulta en el horizonte de la fecundidad y el discernimiento del bien a realizar. La vida está hecha para fructificar en la caridad y esto atañe al llamado a la santidad que el Señor hace a todos, cada uno a través de su propio camino (ver Gaudete et exsultate, 10-11). Muy a menudo hemos considerado la vocación como una aventura individual, creyendo que se trata solo de "mí" y no en primer lugar de "nosotros". En realidad, «nadie se salva solo, sino que nos convertimos en santos juntos» (ver ibid., 6). «La vida de uno está vinculada a la vida del otro» (Gn 44, 30), y es necesario que cuidemos de esta santidad común de las personas.
La pastoral solo puede ser sinodal, es decir, conformando un "caminar juntos" (cf. Christus vivit, 206). Y la sinodalidad es hija de la comunión. Se trata de vivir más el ser hijos y la fraternidad, de fomentar la estima mutua, de valorar la riqueza de cada uno, de creer que el Resucitado puede hacer maravillas incluso a través de las heridas y la fragilidad que forman parte de la historia de todos. De la comunión de la Iglesia nacerán nuevas vocaciones. A menudo, en nuestras comunidades, en las familias, en los presbiterios, hemos pensado y trabajado con lógicas mundanas, que nos han dividido y separado. Esto también pertenece a algunas características de la cultura actual y la historia política dolorosa de Europa es una advertencia y un estímulo. Solo reconociéndonos verdaderamente comunidades (abiertas, vivas, inclusivas) seremos capaces de futuro. Los jóvenes tienen sed de esto.
La palabra "vocación" no ha caducado. La retomamos en el último Sínodo, durante todas las fases. Pero su destino sigue siendo el pueblo de Dios, la predicación y la catequesis, y sobre todo el encuentro personal, que es el primer momento de la proclamación del Evangelio (véase Evangelii gaudium, 127-129). Conozco algunas comunidades que han optado por no pronunciar la palabra "vocación" en sus propuestas para los jóvenes, porque creen que tienen miedo de ella y no participan en sus actividades. Esta es una estrategia fallida: eliminar la palabra vocación del vocabulario de la fe significa mutilar el léxico corriendo el peligro, tarde o temprano, de no entendernos unos a otros. Necesitamos, en cambio, hombres y mujeres consagrados y apasionados, ardientes por el encuentro con Dios y transformados en su humanidad, capaces de anunciar con la vida la felicidad que proviene de su vocación.
Esto –ser un signo alegre– no es del todo obvio, sin embargo, es el tema más importante para nuestro tiempo, en el que la "diosa queja" tiene muchos seguidores y nos contentamos con las alegrías pasajeras. En cambio, la felicidad es más profunda, persiste incluso cuando la alegría o el entusiasmo del momento desaparecen, incluso cuando surgen dificultades, dolor, desánimo, desilusión. La felicidad permanece porque es el mismo Jesús, cuya amistad es inquebrantable (ver Christus vivit, 154). «En el fondo –decía el Papa Benedicto XVI– queremos sólo una cosa, la vida bienaventurada, la vida que simplemente es vida, simplemente felicidad» (Enc. Spe salvi, 11). Algunas experiencias de la pastoral juvenil y vocacional confunden la felicidad que es Jesús con la alegría emocionante y anuncian la vocación como completamente luminosa. Esto no es bueno, porque cuando uno entra en contacto con la carne sufriente de la humanidad, la propia o la de los demás, esta alegría desaparece. Otros introducen la idea de que discernir la vocación propia o caminar en la vida espiritual se trata de técnicas, de ejercicios detallados o de reglas a seguir; en realidad, «la vida que Dios nos ofrece es una invitación […] a formar parte de una historia de amor que se entreteje con nuestras historias» (Christus vivit, 252).
Es cierto que la palabra "vocación" puede dar miedo a los jóvenes, porque a menudo se la confunde con un proyecto que quita la libertad. Dios, en cambio, sostiene siempre la libertad de cada persona hasta el fondo (ibid., 113). Es bueno recordarlo, especialmente cuando el acompañamiento personal o comunitario desencadena dinámicas de dependencia o, peor aún, de plagio. Esto es muy grave, porque impide el crecimiento y la consolidación de la libertad, asfixia la vida haciéndola infantil. La vocación se reconoce a partir de la realidad, escuchando la Palabra de Dios y de la historia, escuchando los sueños que inspiran decisiones, en la maravilla de reconocer, en un momento dado, que lo que realmente queremos es también lo que Dios quiere de nosotros. Desde el asombro de este punto de encuentro, la libertad se orienta a una elección disruptiva de amor y la voluntad hace que crezcan orillas capaces de contener y canalizar toda la energía vital de una persona hacia una sola dirección.
La vocación, como ya lo hemos mencionado, nunca es solo "mía". «Los sueños verdaderos son los sueños del "nosotros"» (Vigilia con los jóvenes italianos, 11 de agosto de 2018). Nadie puede hacer una elección de vida solo por sí mismo; la vocación es siempre para y con los demás. Creo que deberíamos reflexionar mucho sobre estos "sueños del nosotros" porque se refieren a la vocación de nuestras comunidades de vida consagrada, nuestros presbíteros, nuestras parroquias, nuestros grupos eclesiales. El Señor nunca llama solo como individuos, sino siempre dentro de una fraternidad para compartir su proyecto de amor, que es plural desde el principio porque él mismo es Trinidad misericordiosa. Creo que es muy fecundo pensar en la vocación desde esta perspectiva. Primero porque ofrece una visión misionera compartida, luego porque renueva la conciencia de que en la Iglesia nada se hace solos; de que estamos dentro de una larga historia orientada hacia un futuro que es la participación de todos. La pastoral vocacional no puede ser tarea de solo algunos líderes, sino de la comunidad: «toda pastoral es vocacional, toda formación es vocacional y toda espiritualidad es vocacional» (Christus vivit, 254).
«Si partimos de la convicción de que el Espíritu sigue suscitando vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, podemos "volver a echar las redes" en nombre del Señor, con plena confianza» (ibid., 274). Quiero reiterar firmemente esta certeza mía animándoos a usar todavía más energía para iniciar procesos y ampliar espacios de fraternidad que fascinen (ver ibid., 38) porque viven del Evangelio.
Estoy pensando en las muchas comunidades de vida consagrada que operan capilarmente en la caridad y en la misión. Pienso en la vida monástica, en la que hunde sus raíces Europa y que todavía es capaz de atraer muchas vocaciones, especialmente entre las mujeres: hay que custodiarla conservarla, valorarla y ayudarla a expresarse por lo que realmente es, una escuela de oración y comunión. Pienso en las parroquias, enraizadas en el territorio y en su fuerza para evangelizar en esta época. Pienso en el esfuerzo sincero de innumerables sacerdotes, diáconos, consagrados, consagradas y obispos «que cada día se entregan con honestidad y dedicación al servicio de los jóvenes. Su obra es un gran bosque que crece sin hacer ruido» (ibid., 99).
No tengáis miedo de aceptar el desafío de anunciar nuevamente la vocación a la vida consagrada y al ministerio ordenado. ¡La Iglesia lo necesita! Y cuando los jóvenes se encuentran con hombres y mujeres consagrados y creíbles, no porque sean perfectos, sino porque están marcados por el encuentro con el Señor, saben cómo probar una vida diferente y preguntarse acerca de su vocación. «La Iglesia atrae la atención de los jóvenes al estar enraizada en Jesucristo. Cristo es la Verdad que hace a la Iglesia diferente de cualquier otro grupo mundano con el que nos podemos identificar» (Documento Pre-sinodal de los jóvenes, 11).
Hoy la vida de todos está fragmentada y, a veces, herida; la de la Iglesia no lo está menos. Estar enraizado en Cristo es el gran camino para dejar que su obra nos recomponga. Acompañar y formar la vocación es consentir en la obra artesanal de Cristo, que vino para traer el alegre anuncio a los pobres, para vendar las heridas de los corazones rotos, para proclamar la libertad de los esclavos y la vista de los ciegos (Cfr. Lc 4, 18) ¡Valor, pues! ¡Cristo nos quiere vivos!