Señor decano,
reverendísimos prelados auditores,
queridos funcionarios de la Rota Romana:
Me alegra encontraros hoy con motivo de la inauguración del nuevo año judicial de este Tribunal. Agradezco vivamente a Su Excelencia el decano las nobles palabras que me ha dirigido y las sabias intenciones metodológicas que ha formulado.
Quiero retomar la catequesis de la audiencia general del miércoles 13.XI.19, ofreciéndoos hoy una reflexión posterior sobre el papel primordial de los cónyuges Aquila y Priscila como modelos de vida matrimonial. En efecto, para seguir a Jesús, la Iglesia debe trabajar según tres condiciones validadas por el mismo Maestro divino: itinerancia, prontitud y decisión (cf. Ángelus, 30.VI.19). La Iglesia, por su naturaleza, está en movimiento, no permanece tranquila en su recinto, está abierta a horizontes más amplios. La Iglesia es enviada a llevar el Evangelio a las calles y a llegar a las periferias humanas y existenciales. Nos recuerda al matrimonio de Aquila y Priscila.
El Espíritu Santo quiso al lado del Apóstol [Pablo] este admirable ejemplo de matrimonio itinerante: en efecto, tanto en los Hechos de los Apóstoles como en la descripción de Pablo, nunca están quietos, sino siempre en constante movimiento. Y nos preguntamos por qué este modelo de cónyuges itinerantes no ha tenido, en la pastoral de la Iglesia, una identidad propia como cónyuges evangelizadores durante muchos siglos. Esto es lo que necesitarían nuestras parroquias, especialmente en las zonas urbanas, donde el párroco y sus colaboradores clérigos nunca tendrán ni tiempo ni fuerza para llegar a los fieles que, aunque se declaren cristianos, no frecuentan los sacramentos y están privados, o casi privados, del conocimiento de Cristo.
Por eso sorprende, después de tantos siglos, la imagen moderna de estos santos cónyuges en movimiento para que se conozca a Cristo: evangelizaron siendo maestros de la pasión por el Señor y por el Evangelio, una pasión del corazón que se traduce en gestos concretos de cercanía, de proximidad a los hermanos más necesitados, de acogida y de cuidado.
En el proemio de la reforma del proceso matrimonial, insistí en estas dos perlas: cercanía y gratuidad. No hay que olvidarlo. San Pablo encontró en este matrimonio una forma de estar cerca de los alejados, y los amó viviendo con ellos durante más de un año, en Corinto, porque eran esposos maestros de gratuidad. Muchas veces me da miedo el juicio de Dios sobre nosotros acerca de estas dos cosas. Al juzgar, ¿he estado cerca de los corazones de la gente– Al juzgar, ¿he abierto mi corazón a la gratuidad o he sido presa de intereses comerciales– El juicio de Dios será muy fuerte sobre esto.
Los esposos cristianos deben aprender de Aquila y Priscila a enamorarse de Cristo y a acercarse a las familias, a menudo privadas de la luz de la fe, no por su culpa subjetiva, sino porque quedan al margen de nuestra pastoral: una pastoral de élite que se olvida del pueblo.
Cuánto me gustaría que este discurso no se quedara solo en una sinfonía de palabras, sino que empujara, por un lado, a los pastores, a los obispos, a los párrocos a tratar de amar, como lo hizo el apóstol Pablo, a los matrimonios como misioneros humildes y dispuestos a llegar a esas plazas y casas de nuestras metrópolis, donde la luz del Evangelio y la voz de Jesús ni llega, ni penetra. Y, por otra parte, a los esposos cristianos que tengan la audacia de sacudir el sueño, como lo hicieron Aquila y Priscila, capaces de ser agentes, no digamos autónomos, pero ciertamente cargados de valor hasta el punto de despertar del sueño y del letargo a los pastores, tal vez demasiado quietos o bloqueados por la filosofía del pequeño círculo de los perfectos. El Señor vino a buscar a los pecadores, no a los perfectos.
San Pablo VI, en la carta encíclica Ecclesiam suam, observaba: «Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, cuando lo merece, secundarlo» (n. 90). Escuchar el corazón del hombre.
Se trata, como he recomendado a los obispos italianos, de «escuchar al rebaño, […] de ser cercanos a la gente, atentos a aprender de ellos el lenguaje, para acercarse a cada uno con caridad, acompañando a las personas a lo largo de las noches de sus soledades, sus inquietudes y sus fracasos» (Discurso a la Asamblea general de la C.E.I., 19 de mayo de 2014).
Debemos ser conscientes de que no son los pastores los que inventan, con su ingenio humano –aunque sea de buena fe– a las santas parejas cristianas; esas son obra del Espíritu Santo, que es el protagonista de la misión, siempre, y ya están presentes en nuestras comunidades territoriales. A nosotros, los pastores, nos corresponde iluminarlos, darles visibilidad, convertirlos en fuentes de nueva capacidad de vivir el matrimonio cristiano; y también custodiarlos para que no caigan en ideologías. Estas parejas, a las que el Espíritu ciertamente sigue animando, deben estar dispuestas «a salir de sí mismas, y a abrirse a los demás, a vivir la cercanía, el estilo de vivir juntos, que transforma toda relación interpersonal en una experiencia de fraternidad» (Catequesis, 16.X.19). Pensemos en el trabajo pastoral del catecumenado pre y post matrimonial: son estos matrimonios los que deben hacerlo y sacarlo adelante.
Hay que estar atentos para que no caigan en el peligro del particularismo, eligiendo vivir en grupos escogidos; al contrario, hay que «abrirse a la universalidad de la salvación» (ibid.). En efecto, si estamos agradecidos a Dios por la presencia en la Iglesia de movimientos y asociaciones que no descuidan la formación de los cónyuges cristianos, por otra parte, hay que afirmar con fuerza que la parroquia es en sí misma el lugar eclesial del anuncio y del testimonio; porque es en el contexto territorial donde ya viven cónyuges cristianos, dignos de iluminar, que pueden ser testigos activos de la belleza y del amor conyugal y familiar (cf. Exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia, 126-130).
La acción apostólica de las parroquias se ilumina, pues, en la Iglesia, por la presencia de esposos como los del Nuevo Testamento, descritos por Pablo y Lucas: nunca quietos, siempre en movimiento, ciertamente con prole, según lo que nos transmite la iconografía de las Iglesias orientales. Por tanto, que los pastores se dejen iluminar por el Espíritu también hoy, para que este anuncio salvador se haga realidad en los matrimonios que a menudo ya están listos pero no son llamados. Los hay.
Hoy la Iglesia necesita matrimonios en movimiento en todos los lugares del mundo; partiendo, sin embargo, idealmente de las raíces de la Iglesia de los primeros cuatro siglos, es decir, de las catacumbas, como hizo san Pablo VI al final del Concilio yendo a las catacumbas de Domitila. En aquellas catacumbas, aquel santo pontífice afirmó: «Aquí el cristianismo hundió sus raíces en la pobreza, en el ostracismo de los poderes establecidos, en el sufrimiento de persecuciones injustas y sangrientas; aquí la Iglesia fue despojada de todo poder humano, fue pobre, fue humilde, fue piadosa, fue oprimida, fue heroica. Aquí la primacía del Espíritu de la que nos habla el Evangelio tuvo su oscura, casi misteriosa, pero invicta afirmación, su incomparable testimonio, su martirio» (Homilía, 12 de septiembre de 1965).
Si el Espíritu no es invocado y, por lo tanto, permanece desconocido y ausente (cf. Homilía en Santa Marta, 9.V.16) en el contexto de nuestras Iglesias particulares, estaremos privados de esa fuerza que hace de los matrimonios cristianos el alma y la forma de la evangelización. En concreto: viviendo la parroquia como ese territorio jurídico-salvífico, porque «casa entre las casas», familia de familias (cf. Homilía en Albano, 21 de septiembre de 2019); Iglesia – es decir, parroquia – pobre para los pobres; cadena de esposos entusiastas y enamorados de su fe en el Resucitado, capaces de una nueva revolución de la ternura del amor, como Aquila y Priscila, nunca satisfechos o replegados sobre sí mismos.
Uno pensaría que estos santos esposos del Nuevo Testamento no tuvieron tiempo de estar cansados. Así, en efecto, los describen Pablo y Lucas, para quienes eran compañeros casi indispensables, precisamente porque no fueron llamados por Pablo, sino suscitados por el Espíritu de Jesús. Y es aquí donde se funda su dignidad apostólica de esposos cristianos. Es el Espíritu quien los suscita. Pensemos en el momento en que el misionero llega a un lugar: ya está allí el Espíritu Santo esperándolo. Ciertamente, nos deja bastante perplejos el largo silencio, en los siglos pasados, sobre estas santas figuras de la primera Iglesia.
Invito y exhorto a todos mis hermanos obispos y pastores a que indiquen a estos santos esposos de la primera Iglesia como fieles y luminosos compañeros de los pastores de aquel tiempo; como apoyo, hoy, y como ejemplo de cómo los cónyuges cristianos, jóvenes y ancianos, pueden hacer que el matrimonio cristiano sea siempre fecundo de hijos en Cristo. Debemos estar convencidos, y quisiera decir seguros, de que en la Iglesia esos matrimonios ya son un don de Dios y no por mérito nuestro, porque son fruto de la acción del Espíritu, que nunca abandona la Iglesia. El Espíritu espera, más bien, el ardor de los pastores para que no se apague la luz que estas parejas difunden en las periferias del mundo (cf. Gaudium et spes, 4-10).
Dejad pues, que el Espíritu renueve para no resignarnos a una Iglesia de pocos, casi como si nos gustara ser solamente levadura aislada, privados de la capacidad de los cónyuges del Nuevo Testamento de multiplicarse en la humildad y la obediencia al Espíritu. El Espíritu que ilumina y es capaz de hacer salvífica nuestra actividad humana y nuestra misma pobreza; es capaz de hacer salvífica toda nuestra actividad; permaneciendo convencidos de que la Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción –el testimonio de estas personas atrae– y asegurando siempre y en todo caso la firma del testimonio.
No sabemos si Aquila y Priscila murieron mártires, pero ciertamente son, para nuestros cónyuges de hoy, un signo de martirio, al menos espiritual, es decir, testigos capaces de ser levadura en la harina, de ser levadura en la masa, que muere para convertirse en la masa (cf. Discurso a las Asociaciones de Familias Católicas de Europa, 1 de junio de 2017). Esto es posible hoy, en todas partes.
Queridos jueces de la Rota Romana, las tinieblas de la fe o el desierto de la fe que vuestras decisiones, desde hace ya veinte años, han denunciado como posible circunstancia causal de la nulidad del consentimiento, me brindan, como a mi predecesor Benedicto XVI (cf. Alocución a la Rota Romana 23.I.15 y 22.I.16; 22.I.11; cfr art. 14 14 Ratio procedendi del Motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus), el motivo de una grave y apremiante invitación a los hijos de la Iglesia en la época que vivimos, a sentirse todos y cada uno de ellos llamados a consignar al futuro la belleza de la familia cristiana.
La Iglesia ubicunque terrarum necesita matrimonios como Aquila y Priscila, que hablen y vivan con la autoridad del Bautismo, que «no consiste en mandar y hacerse oír, sino en ser consecuentes, ser testigos y por ello compañeros de camino del Señor» (Homilía en Santa Marta, 14.I.20).
Doy gracias al Señor porque da todavía hoy a los hijos de la Iglesia el valor y la luz para volver a los comienzos de la fe y redescubrir la pasión de los esposos Aquila y Priscila, que sean reconocibles en cada matrimonio celebrado en Cristo Jesús.